Un italiano que restaura el palacete francés de otro italiano, pese a los argentinos que le dicen que es imposible. Y que para rematarla se presenta a la Legislatura y pide que lo transformen en patrimonio catalogado.
› Por Sergio Kiernan
Este país es tan raro que a veces parece que todo lo hicieron los italianos. Se sabe que lo fundaron españoles y es evidente que todos hablamos algo así como español, aunque los españoles lo duden. Pero desde el acento hasta la monomanía por la pasta, los argentinos siamo tutti italiani. Ahora resulta que hasta los palacios franceses de Buenos Aires pueden tener orígenes italianos, algo perfectamente explicable cuando se pasan cinco minutos con Antonio Maglione, un italiano que no se construyó un hotel de ville porque se restauró uno notable. Y que se transformó en el primer ser humano de este país en pedir que cataloguen como patrimonio un edificio de su propiedad.
La historia, como corresponde, es de amor. Maglione es un diplomático muy viajado que acaba de cumplir los cincuenta y tiene una lealtad inmutable a su Cassino natal, un pueblo que queda justo al lado del monasterio de Monte Cassino, donde los alemanes se atrincheraron en 1944. Maglione tiene una larga historia personal con la Argentina, de esas de parientes perdidos y encontrados, y terminó instalado entre nosotros hace exactamente diez años, aunque parece que tiene una sucursal en Colombia.
En estos años, Maglione fundó familia joven y por completa casualidad terminó cuidando un palacete maltratado con ese descaso tan argentino que él, con cortesía, hace como que no ve. Una noche, unos amigos lo llevaron a un restaurante en pleno borde entre Barracas y Constitución, sobre la avenida Entre Ríos. Comieron y el huésped italiano pidió caminar un poco, atraído por el cementerio de edificios de primera agua que es ese barrio. Era temprano y Maglione se encontró mirando fascinado un espectacular edificio de cuatro pisos más mirador, sucio y caidazo, en el 1948 de la avenida. Un señor, comedido y medio en sorna, le explicó que estaba en venta. El italiano sorprendió a todos y preguntó a quién había que llamar. Al día siguiente lo visitaba y en cosa de días lo compraba.
El espectacular clavo que se acababa de autoinfligir el diplomático –diagnosticado como “loco” por todos sus amigos– era una suerte de inquilinato informal, depósito y garaje que por muchos años alojó oficinas de La Fraternidad. Los ferroviarios habían poblado todo de entrepisos y hormigones, los dueños siguientes descuidaron el edificio hasta el borde del colapso, alguno de los dos –no se sabe exactamente– había destruido el jardín de ensueño para hacer un galpón. Para dar una idea de lo que se encontró, Maglione cuenta que lo primero que hizo fue fumigar y los vecinos salían a sacar fotos de las masas vivientes de cucarachas que huían de los recovecos. Nadie nunca había visto cosa semejante.
Lo que los porteños agradecidos pueden ver hoy se parece más al original, la residencia de la familia Badino, una numerosa tribu de genoveses molineros que prácticamente se habían comprado toda la manzana. El edificio al lado del palacio –en la foto de tapa, a la izquierda– alojaba directivos y empleados del molino familiar, que sigue desactivado con sus ladrillos rojos en la esquina que da a Solís. También tenían el jardín sobre el pulmón de manzana y un club justo atrás de su casa, según parece la sede original del Hindú, ya que varios de los Badino porteños eran muy deportistas. Originalmente, el palacio tenía una tribuna que permitía ver los partidos desde casa y un pasadizo por el que Don Badino iba a su molino sin pisar la calle.
El palacio fue construido entre 1920 y 1926, tiene 29 ambientes en su configuración actual, fue erigido por la empresa de A.C. Bollini y es un triunfo del eclecticismo más guapetón del ingeniero Braegger. Es un caserón muy empacado, desmesurado, con bastante juego y capaz de alojar sin que nadie se pise a un familión. Lo que se llama en la juerga de hoy cumplir perfectamente un programa.
El frente es impecablemente francés, con una entrada para autos, un ambiente al frente muy formal y con una reja envidiable, dos pisos con balcones franceses –el primero con balustres, el segundo con herrería– y un tercero en mansarda. Arriba está ese maravilloso objeto que es el mirador, que resulta una confección de zinguería con pararrayos incluido, montado sobre una base de albañilería.
La planta baja tiene una distribución que implica que nadie estaba contando los metros con mucho cuidado. Buena parte del terreno se va en una entrada para autos gloriosa, con pilastras y columnas, y nada menos que tres entradas a la casa. Al final, una puerta de herrería en eje con la de entrada abre paso al patio interno, que antaño daba al jardín y hoy ventila cocinas, habitaciones y galpón. Al que entrara caminando se lo despachaba según su status o intenciones a alguna de las tres entradas: las visitas de rumbo a la primera, la familia a la segunda, los proveedores a la tercera. Como corresponde a una casa de semejante fuste, hay dos circulaciones verticales, una atrás con una escalera más familiera e íntima, otra adelante que es espectacular. A ésta se accede desde la primera entrada, una vidriería francesa de maderas que deja pasar a un hall. A la derecha hay un recibidor muy paquete y formal, a la izquierda una colección de maderas, bronces y vidrios al bisel que da entrada a la casa, y enfrente una reja francesa de primera agua sobre infinitos escalones de mármol travertino. Quien levante la vista verá que la escalera genera una elipse deliciosa, digna del siglo XVIII, y el espacio vertical, de tres altísimos pisos, remata en una cúpula interna con un vitral de todos los colores. Y quien baje la vista será recompensado con una escultura de travertino de una esfinge descocada, de pechos al aire y garras de león.
El primer piso era el social de la familia y hoy debe ser el estudio de abogados más espectacular del país. Los Badino eran italianamente familieros y todo el piso se va en lugares para estar juntos. Adelante, un estar de ensueño, con pinturas en el techo, pilastras, columnas, pesados ornamentos. Atrás, una serie de comedores, fumoir, jardín de invierno y lo que era una cocina titánica y hoy es una biblioteca. La joya de este nivel de chimeneas, mamparas avitraladas y bosques enteros de Eslavonia es el hall distribuidor, una suerte de ejercicio en el estilo de los hermanos Adams, con bóvedas cortas, encofrados con lamparitas embutidas, pilastras de mármol y unas mascaritas sonrientes que alegran el corazón.
El segundo piso era y es una vivienda íntima, una secuencia de dormitorios y estares íntimos donde hoy pasan la vida cotidiana los Maglione, que adaptaron hasta una cocina y un rec-room. En medio de todos estos espacios queda un testigo de lo que debe haber sido la batalla para reparar el edificio. Es el baño de la señora Badino, un ambiente romano revestido en siete tipos de mármol, de los que ni en Italia ya se consiguen, que fue saqueado de sus artefactos y sus bronces, y espera un experto para ser desarmado con cuidado.
La casa sigue en la pequeña bohardilla, que aloja algunos pocos ambientes en el frente y protege una enorme terraza de las de baldosa roja y baranda de metal. El trabajo de restauración comenzó, obviamente, en este nivel, asegurando los techos, restaurando las cañerías verticales y afirmando la cupuleta del mirador. Mágicamente, la casa no tenía ningún problema serio de estructura, un testimonio de cómo se hacían las cosas hace un siglo.
Maglione tiene un rico anecdotario de la patriada que fue poner en valor la casona, que empieza por la cantidad de veces que profesionales del rubro le dijeron “es imposible” y “lo picamos y hacemos un cielorraso nuevo”, y “lo sacamos y hacemos un entrepiso”. El italiano cuenta que simplemente decía “no” y buscaba hasta encontrar alguien que supiera hacerlo o al menos obedeciera sus pedidos, y se complace señalando bellezas notables de su casa que habían sido descartadas como imposibles. Por ejemplo, las muchas tiras de lamparitas en miniatura, evidentemente una pasión de los Badino, que implicaron un trabajo de detective para encontrar sus circuitos, cambiar los cables y reemplazar portalámparas y lámparas. O las muchas yeserías que sonríen airosas e iban a ser alisadas por profesionales vagonetas o facilistas. Lo que no dio ningún problema es uno de los objetos más maravillosos del edificio: el perfecto ascensor. Resulta que el aparato es francés, de la marca que todavía te lleva en la Torre Eiffel y fue traído en persona por un Badino desde París. El técnico que le recomendaron a Maglione resultó ser un veterano de muchos años que lo reconoció de inmediato y lo dejó a nuevo en el día: sólo necesitaba un cableado nuevo y exactamente una barra de repuesto.
Todo este lavoro termina explicando por qué Maglione es la primera persona en presentarse a la Legislatura porteña para pedir que le cataloguen su casa. Simplemente, al hombre le enferma la idea de que algún día, después de tanto trabajo, venga alguno y le demuela la casa. Por suerte para Buenos Aires, todavía hay gente así, nacional e importada. Maglione salvó una casa única, bellísima, y hasta quiere volver a construir el jardín –que tenía hasta una gruta– siguiendo una magnífica foto que consiguió de una Badino ya anciana.
La Legislatura le abrió los brazos y ya votó la protección de lo que llaman el Palacio Maglione. Ciertamente le debemos una a este señor.
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