Sábado, 26 de julio de 2008 | Hoy
El hotel Four Seasons acaba de completar la restauración de la mansión Alzaga Unzué, que aloja un centro de convenciones y siete suites de lujo. Es un trabajo realmente notable, muy raro entre nosotros, que recrea un edificio de belleza singular.
Por Sergio Kiernan
Había una vez una ciudad que quiso parecerse a París. Era un pueblo grandote, medio de adobe, que un buen día se dio cuenta de que había sido pobre. El pueblote notó su pobreza de la única manera posible, despertándose un buen día mucho más rico. Con el tiempo, el pueblo desintegró sus viejas paredes bajas y anchas, coronadas de tejas rojas y cerradas con rejas de herrería. Eso era español y colonial, y traía malos recuerdos. Ya era una ciudad, el pueblo grande, ya tenía una clase media y ya construía a la italiana y a la francesa, y hasta comenzaba a tener cientos de piezas puramente inglesas, ferroviarias y residenciales.
En ese pueblo-ciudad que era Buenos Aires hace un siglo comenzó a construirse un barrio de ricos, un arrondisement de maisons, hotels de villes y chateaux urbanos. ¿Por qué franceses? Porque, en esa época increíble –el pasado es realmente una tierra extranjera–, Francia era el sinónimo de lo refinado y elegante. Y los criollos querían ir a lo seguro.
Así surgió esa banda porteña que iba del Retiro a los bosques de Palermo pegándose al río y con nudos de significado en la avenida Alvear, en el frente de Alcorta y en las callejas vuelteras del Barrio Parque. Eran unas cuadras gloriosas, la más alta concentración de belleza y valor en este sur, que duraron lo que un suspiro: en cosa de décadas, los palacios pasaron a ser embajadas o fueron demolidos sin pena ni gloria, la mayoría de los petit hoteles desapareció bajo un lucrativo departamento, los mobiliarios y tesoros artísticos fueron a los museos, a los semipisos o a las casas de remate.
Lo que sobrevivió alcanza para doler, pensando en la ciudad que tuvimos. Quienes tenían uso de razón en los ‘70 recordarán que una de las pocas alegrías de esos años era el final de la 9 de Julio, entre Santa Fe y Libertador, una franja condenada a la demolición pero todavía en pie, preservada porque todos sabían su destino. Allí se alzaba una franja parisina notable, una colección de cúpulas y rejas, de jardincitos urbanos y muros tallados, de portales y esculturas públicas, que remataba en las escalinatas del Pasaje Seever.
De todo ese paisaje quedaron dos edificios: el palacio Ortiz Basualdo, preservado porque la Embajada de Francia simplemente se negó a mudarse; y la ensoñada mansión de Félix y Elena Alzaga Unzué, con un jardín de árboles enormes y oscuros, una casa con suerte porque estaba en un terreno triangular. Vueltas de la vida, la maison que Félix le regaló a su amada Elena para su casamiento sigue con vida como joya de la corona del hotel Four Season y acaba de ser restaurada a un grado de perfección realmente notable. Al contrario que otros sobrevivientes de esa época, la casa Alzaga Unzué está mejor que si sus dueños vivieran, mejor que si todavía perteneciera a una de las grandes fortunas del mundo.
Félix Saturnino de Alzaga Unzué se casó con Elena Peña Unzué en 1916 en la iglesia de San Agustín, sobre Las Heras –que la abuela de ella había donado–, y es otro edificio notable de Buenos Aires. Félix tenía 31 años y Elena 24, y como llevaban un tiempo comprometidos ya habían empezado a preparar el proyecto de casa propia. Fue una precaución acertada, porque el casamiento se daba justo en medio de la Primera Guerra Mundial y la previsión de los novios permitió importar de Francia herrerías, boisseries, tallas y accesorios de todo tipo antes de que el Kaiser comenzara en serio la guerra submarina contra los Aliados. Un muy joven Borges y un todavía niño Cortázar tuvieron que esperar el fin de la guerra para volver a la Argentina sin riesgo de ser torpedeados.
Félix contrató al arquitecto inglés Robert Prentice, mudado hacía rato a la próspera Argentina, para diseñar y construir su casa; pero la voz cantante la llevó Elena. Esto explica que la mansión todavía hoy tenga una sensibilidad notablemente femenina en ciertos ambientes y sea tan, pero tan francesa en decoración. Al recorrerla, uno entiende que Félix hizo lo suyo en la entrada, en su biblioteca, en el muscular comedor y en sus habitaciones privadas. El resto tiene una delicadeza versallesca que culmina en lo que fue el departamento privado de Elena, hoy la suite presidencial.
El caserón estaba en pleno territorio familiar. Por donde miraran, los novios veían las casas de sus pares y de sus parientes. Entre 1916 y 1920, cuando Prentice entregó la obra, la flamante pareja vivió en casa de los Alzaga Unzué, justo a la vuelta sobre Alvear, en la mansión que hoy aloja al Jockey Club. Lo que el arquitecto inglés les presentó fue un elegante ejercicio en estilo neo-normando, uno de los favoritos del eclecticismo tardío. El normando original fue el estilo icónico del Renacimiento francés, y es el arranque de lo que luego se llamará mansarda y todavía era un eco de los ángulos exagerados de la Edad Media, además de ser la consagración inicial del lenguaje clásico de columnas, pedimentos y entablaturas en la arquitectura francesa. La casa de Prentice no escatima pórticos, chimeneas tratadas, pilastras y dormers de gran importancia en un alegre revuelo de italianismos y galicismos que funciona como un reloj. El exterior de la casa es tricolor, con una mayoría de metros en piedra París –pintada hace años, para pena general– y muchos metros de ladrillo ornamental. El tercer color es el negro de las pizarras en la mansarda, en pendant con las fuertes herrerías de la reja del frente.
Pero esta maison de ville, bella como es, guarda lo mejor para sus interiores. El acceso principal es un pórtico con doble columnata adosada que da sobre Cerrito, con los metros suficientes para entrar con un landau de muchos caballos. El noble portón deja paso a una escalinata en un hall imperial, muy trabajado y rematado por una bóveda de cañón aplanado y encofrado, con ornamentos florales. El hotel mantiene su decoración de 1920, con escudos de armas en el muro, colgantes y unas lámparas armilares de bronce oscuro que se llevan de maravillas con dos leones estilóforos del mismo metal.
De ahí se pasa a un hall distribuidor perfectamente interior y mágicamente luminoso. Enfrente del que entra se eleva la doble escalinata con una inmensa vitrina emplomada, ahora astutamente iluminada con un backlit. Si se eleva la mirada, se percibe que el espacio es de triple altura y recorre verticalmente la casa, rematando en un noble vitral de lucarna. Es un ámbito opulento y digno, una transición madurada entre el afuera y el muy peculiar adentro de la casona.
La planta baja es el lado público de la mansión. A la derecha está la biblioteca de Félix, todavía con sus panelerías de maderas renacentistas, compradas en Europa, desarmadas y vueltas a montar en estos pagos. En realidad, el lugar es un conjunto de tres ambientes, con un salón principal, de importante chimenea y un cielorraso locamente barroco, muy bello, y una habitación idéntica pero más pequeña y privada, como un escritorio u oficina casera. De allí se accede al baño privado, pequeño y completo en sus mármoles.
Pero el visitante es llevado instintivamente a la izquierda del gran hall de entrada, donde se suceden los salones. Así se entra a un gran ambiente de transición, con chimenea y revestido en marqueterías de madera oscura, en dado, que tiene una gran salida de puertas francesas –más vidrio que otra cosa– al jardín. Este ambiente, que hoy mira a través del jardín a la piscina y la torre del Four Seasons, era y es un estar muy lujoso que combina la seriedad de sus marrones de roble con un delicado sistema de tallas francesas.
De este hall se entra al corazón de la planta baja. A la derecha, un salón en verdes y oros, impecablemente versallesco en su barroco francés, que sirve de transición al comedor principal, una estancia imperial completamente recubierta de boisseries. A la izquierda, a la sala principal, también en verde y oro pero en un tono más moderado (el del salón menor es el vívido tono francés, el de la sala mayor es el reticente tono que los ingleses del 1700 llamaban “invisible”).
La sala mayor contiene detalles simplemente notables. Sobre sus dos puertas se exhiben altorrelieves en piedra, mostrando a dioses romanos animando una fiesta de querubines y putti. Sobre los entrepaños de los muros se admiran delicadas tracerías en yeso, con los motivos canónicos de vegetales e instrumentos musicales. Puertas, recuadrantes y líneas verticales –como las gráciles pilastras– estallan en oros sobre ligante rojo. El oro, toque de extravagancia americana, resulta ser de 24 kilates y a la hoja.
El Four Seasons acaba de completar la restauración de todos estos ambientes, lo que significó una de esas limpiezas largas, complejas y especializadas que son tan raras entre nosotros. Estos ambientes aparecen imposiblemente a nuevos, con una luminosidad de colores, una viveza de tonos a la que uno no está acostumbrado. Las boisseries no son superficies oscuras que absorben la luz, son espectaculares juegos de reflejos atenuados por la madera que alzan sus tallas. Es imposible describir los verdes únicos de los salones pintados a la goma de laca, una técnica diabólica que logra una profundidad de color notable.
El primer piso fue también profundamente renovado y reequipado con lo último en tecnologías digitales. Lo que hoy es una serie de suites antaño era el departamento de Félix, que guarda una maderas de asombro, y el de Elena, además de los ambientes reservados a los chicos que nunca tuvieron. Hay que controlarse el pulso aquí arriba, por lo que conviene visitar estas habitaciones luego de ver la gloria de los salones. Es que hay armarios a medida, de los de dos pisos con escalerita y baranda, hechos a medida para la señora y el señor. Hay hectáreas de pisos de maderas rubias y duras, lajas de mármoles europeos, un sistema de molduras en los cielorrasos que demuestra que, sí, hay vida inteligente en este planeta, y un baño como no hubo desde que Popea se hizo famosa. Es la suite de aguas y vapores de Elena, que dejó sin habla a Madonna, y es una increíble construcción neoclásica en mármoles estriados y vermiculados, básicamente en blancos y grises, con una bañera que parece un portaaviones, pero hermosa.
El último piso es para románticos, con sus techos angulares de bohardilla bohemia. Ocupa lo que era el sector doméstico de la casa e incluye lo que fue una pedana de esgrima y lo que debe ser la terracita más linda de esta ciudad, dominada por la cúpula de la embajada francesa.
En resumen, el Four Seasons se acaba de lucir como custodio de un tesoro nacional, una casa que demuestra que en una época se construyeron cosas valiosas, no apenas caras. Sólo el trabajo de restauración de los muchos estucos, realizados por técnicos que ya se lucieron en por ejemplo el Colón, muestra esta vocación. Y para mejor, en septiembre el hotel presenta oficialmente su casa restaurada con un libro escrito por Gabriel Oliveri –funcionario del Four Seasons y dueño de un entusiasmo por la maison que refresca el ánimo– con fotografías de Xavier Verstraeten, nuestro mejor profesional de arquitectura.
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