Sáb 02.08.2008
m2

La fibra que nadie esperaba

Hay una Copacabana al norte de Córdoba y allá los arquitectos Diego Dragotto y Pablo Capitanelli ensayan un diálogo con el entorno y realidad social. Es un proyecto de registro, rescate y promoción de la cestería como alternativa laboral.

› Por Luján Cambariere

Aunque su nombre y vegetación enseguida remitan a otro imaginario, el norte de Córdoba tiene su propia Copacabana con cordones de palmeras y todo. Como corresponde, hay también maestros cesteros perdidos en esa geografía atípica para el paisaje serrano, poseedores de una técnica que se iba con ellos.

Al rescate y registro de estos saberes salieron dos arquitectos, ávidos de este tipo de experiencias, que encontraron en esta población, su técnica, material e historia, la posibilidad de ensayar un conjuro contra el olvido, la falta de oportunidades y de reconocimiento. Sobre todo cuando ellos mismos, cordobeses, fueron los primeros en sorprenderse al toparse con esa realidad que hoy, después de unos años de trabajo desde un diseño participativo, ostenta marca propia: Caranday (tomando la identidad de la palma) y un amplio repertorio de productos a ofertar. De los tradicionales –cestos, macetas, posa-pavas, paneras, sombreros– a nuevas piezas logradas gracias a intensos encuentros, idas y vueltas, entre el grupo de tejedores y los arquitectos. Todo tipo de nuevos contenedores –recipientes apilables–, lapiceros, botelleros (ideales como regalo empresarial), lámparas. A bancos estructurados en base a cilindros de diámetro variable y altura constante que se atan entre sí para conformar un objeto que puede ser usado como asiento (colocando las caras cerradas de los cilindros hacia arriba) o como paragüero, papelero o adorno (colocando arriba las caras abiertas); carteras (simplemente uniendo dos posa-pavas entre sí con una especie de fuelle en lana al crochet), colchones y originales cortinas corredizas compuestas por tiras verticales, tejidas artesanalmente a medida, que se pliegan y desplazan gracias a un sistema metálico de rodamiento. En diálogo con m2, Diego Dragotto y Pablo Capitanelli, del estudio Quinua, dan cuenta de la experiencia, que los tiene, junto al grupo de tejedores, como protagonistas.

–¿Cómo llegan a Copacabana?

D. D.: –Llegamos de la mano de Incide, una ONG que estaba desarrollando proyectos relacionados con educación en la escuela rural de la zona. La propuesta era rescatar la técnica de tejido con fibras extraídas de las hojas de la palma Caranday. Este rescate preveía el relevamiento y registro de la técnica, de los artesanos y los productos que elaboraban, del proceso productivo y la convocatoria a un taller en el que los artesanos con mayor experiencia les enseñaran a los más jóvenes. En nuestro primer encuentro con los artesanos descubrimos que hasta los niños más pequeños eran grandes artesanos en potencia. Que los procesos naturales de transferencia familiar estaban intactos y que quizá lo que necesitábamos modificar de alguna manera era la cadena de comercialización para ampliar las oportunidades y favorecer la decisión en los más jóvenes de elegir el trabajo artesanal como medio de sustento. Esto implicaba, a nuestro modo de ver, cuestiones básicas como ampliar el mercado diversificando los sectores para los productos y apuntar a consumidores de mayor poder adquisitivo utilizando el diseño como herramienta para agregar valor a los objetos. Además de promover el trabajo grupal, creando así un espacio para compartir experiencias.

P. C.: –Aunque el origen de esto va más atrás en el tiempo. En el año 2002, con otro arquitecto, Gustavo Crembil, formábamos parte del TIPU (Taller de Investigación de Proyectos Urbanos) en la Universidad Nacional de Córdoba. En diciembre de ese año se organizó un seminario de investigación proyectual (Crítica Ambiental del Proyecto-Arquitectura y Ciudad: de lo natural a lo sustentable, del proyecto al ecoproyecto), donde pudimos sacar en limpio varios conceptos que sirvieron como marco conceptual futuro (“Arquitectura Táctica”, “Tecnología Social”, “Dispositivos de Diálogo”). Proyectos todos que antecedieron a este que aparece con la propuesta de Incide de trabajar con la comunidad de Copacabana y la hoja de la palma, el cual asumimos con Diego junto a la colaboración de Alejandro Romanutti.

–¿Cómo ordenan esta actividad en su vida profesional?

D. D.: –Yo volví de Barcelona (donde viví un año mientras desarrollaba la tesis de mi carrera en la Etsab/UPC) con la imperiosa necesidad, alimentada por la nostalgia de todo emigrante que regresa a su pago, de relacionar mi trabajo con la cultura popular y local. Así que cuando escuché la propuesta ideológica de los chicos no dude en sumarme para ver cómo podíamos aplicar estos conceptos en el trabajo real con grupos productivos emergentes. Quinua, nuestro estudio, nace como un taller para la investigación y experimentación en sistemas constructivos alternativos que constituyan soluciones arquitectónicamente eficientes para el empleo sustentable de recursos sociales, ambientales y económicos. Mecanismos de diálogo, desde el diseño y la producción para el trabajo con grupos marginales.

–¿Cómo es Copacabana? ¿Cómo es su población?

P. C.: –Copacabana es una comuna ubicada en las últimas estribaciones de las Sierras Chicas. A 40 km al sudoeste de la ciudad de Deán Funes, en el departamento Ischilín, a unos 170 km de la capital. Con una población de 400 habitantes, la comunidad se dedica principalmente a la ganadería caprina y vacuna, el cultivo de algunas chacras de maíz y a la elaboración artesanal de cestos a partir de la fibra obtenida de esta palmera autóctona.

D. D.: –Nuestro primer viaje fue un shock. Siguiendo las indicaciones de don Julio, reconocido maestro cestero, de repente nos encontramos rodeados de palmeras. El paisaje se transformó súbitamente en algo que para nosotros resultaba absolutamente extraño a nuestra provincia.

–¿Cómo es la fibra de esta palmera? ¿Qué cualidades tiene?

P. C.: –La palma o Caranday es una de las cinco especies que comprende el género Trithinax nativo de Sudamérica y que en nuestro país abarca una zona que recorre las provincias argentinas de Salta, Tucumán, Santiago del Estero, San Luis, Córdoba, Santa Fe y Entre Ríos. Es la única palmera autóctona de la provincia de Córdoba y se distribuye por el norte, noroeste y noreste, pudiendo presentarse en forma aislada o formado manchones o palmares extensos. Llega a medir siete metros de altura y su tallo, si no ha sufrido incendios, está cubierto hasta la base por las hojas secas, lo que popularmente se llama pollera. Sus hojas son de color verde grisáceo y muy rígidas. La Caranday es muy requerida para su uso ornamental en el exterior del país y, en los últimos años, la exportación de ejemplares llevó a que los enormes palmares del territorio cordobés fueran arrasados. Es común encontrar sitios web donde se ofrecen palmas adultas en venta. Los pobladores locales no se han beneficiado con estos negocios, y sin duda se ven perjudicados por el deterioro ambiental que esta actividad produce.

D. D.: –Es un tipo de fibra que tiene una altísima resistencia. Húmeda es muy maleable, fácil de manipular y seca adquiere una altísima resistencia. Las piezas tejidas, cuando están correctamente ceñidas, alcanzan un equilibrio muy peculiar entre rigidez y elasticidad. Esta propiedad dio origen a algunos productos como la colchoneta y el banquito Todojuntos, en donde la forma de las piezas potencia la rigidez del tejido para permitir una nueva función de soporte al objeto.

–¿Y la técnica?

P. C.: –La técnica que actualmente emplean los cesteros tiene casi tantos orígenes como artesanos dispuestos a relatarlos. Cada orador dice tener algún parentesco con el primer cestero de la zona. Lo cierto es que se han encontrado piezas arqueológicas lo suficientemente esclarecedoras como para afirmar que esta técnica era empleada por los comechingones entre los años 700 al 1500 d. C. Según un informe aportado por el Instituto de Cultura Aborigen de la ciudad de Córdoba: “La cestería comechingona forma parte de su corpus industrial. Era un utilitario que empleaban para distintos quehaceres domésticos y artísticos”, detallan. “Generalmente, se lo destinaba como horma para vasijas cerámicas, donde se le adosaba y luego moldeaba la masa de arcilla cruda, tomando ésta finalmente la morfología cestera. Cabe mencionar que no siempre se utilizaba esta técnica para la confección de recipientes cerámicos (también se le daba forma de modo manual). La pasta arcillosa se ponía tanto en la parte de afuera como adentro, en cualquier caso quedaba impreso (impronta) el relieve del trenzado en la superficie. Una vez aireado y secados por el sol se colocaban las piezas en hornos subterráneos donde se les daba cocción. Finalmente la cesta quedaba desintegrada. También podían ser sacadas una vez tomada la forma y rigidez por el secado solar, lo que les permitía reutilizarlas para repetir el proceso. Se piensa también que se las usaba para el colado o la higienización de alimentos, e incluso, pueden haberlas impermeabilizado con cera de abeja para utilizarlas como recolectora de agua.”

–¿Cuál fue el trabajo específico que hicieron con ellos, rescatar la técnica, el material, crear nuevos productos?

D. D.: –Son cuatro años de trabajo conjunto, así que pasamos por varias etapas. Lo primero fue empaparnos de la realidad de los artesanos, de su modo de vida, de su lógica productiva y la técnica del tejido. Así que allá fuimos casa por casa, preguntando y escuchando, registrando todo lo que podíamos con muchísimas fotografías y filmaciones. Luego atravesamos distintas experiencias productivas, siempre procurando incentivar el trabajo grupal: desde algunos prototipos para mobiliario simple, al tejido de cintas para una escultura monumental vendida a Estados Unidos y la organización, control de calidad y traslado de encargos para algunas casas de diseño de la ciudad de Córdoba, entre otros.

P. C.: –Una línea de trabajo apuntaba a los nuevos diseños, para que con la misma cantidad de trabajo vendieran sus productos no en la casa de artículos regionales sino en la casa de decoraciones, con un aumento de los precios. Esto se terminó de plasmar con la confección de diez nuevos prototipos, financiados por el BID, a través del ADEC. También confeccionamos un “Instructivo”, donde estuviera detallado todo el proceso de producción que sirviera como herramienta para la enseñanza y divulgación de la cestería. Y la tercera línea de trabajo, realizada junto con alumnos y docentes de tercer año de la Carrera de Diseño Gráfico del Instituto Superior Mariano Moreno de la ciudad de Córdoba, fue la definición de un nombre para los productos, un logo, una etiqueta y un catálogo.

–¿Como fue el diálogo, los intercambios?

D. D.: –El diálogo pretende ser para nosotros el origen y el corazón de todo lo que hacemos. Este tipo de experiencias se resume en eso. En una hermosa oportunidad de construir algo nuevo a partir de un trabajo dialéctico que integre distintas posturas, no sólo frente a la tecnología o al diseño, sino frente a la vida misma. Por eso hay un concepto que nos acompaña desde que trabajamos en esta línea que es el de “dispositivo de diálogo”, que justamente implica el corrimiento, por parte del diseñador, desde una actitud de “creador indiscutido” a otra de “participante activo” de un proceso grupal. De la figura de arquitectos proveedores de soluciones a la de diseñadores sentados a una mesa de discusión para aportar un humilde y particular punto de vista sobre un tema específico. En cuanto a la experiencia con los cesteros, fue muy intenso el encontronazo cultural entre artesanos rurales y bichos tan urbanos como nosotros. Fuimos creyendo descifrar de a poco algunas lógicas en el funcionamiento de las relaciones entre artesanos y nuestro rol como elementos foráneos. Digamos que nos vimos obligados a improvisar de psicólogos, sociólogos, antropólogos, entre otras especialidades, y nos costó tanto que a los porrazos comprendimos la importancia del trabajo interdisciplinario. En lo que a la técnica respecta, la interacción nos permitió, por ejemplo, descubrir que distintas versiones del tejido correspondían a distintas realidades personales. Nuestra primera y urbanísima reacción apuntó a homogeneizar el acabado de los productos. Sin embargo, con el tiempo entendimos que los controles de calidad debían no sólo contemplar estas diferencias sino resaltarlas. El diseño constituyó un móvil para comunicar la potencia de lo grupal, pero también la importancia del individuo que aporta riqueza a ese grupo.

–¿Qué se busca desde lo social y desde el diseño?

D. D.: –Desde lo social se pretende emplear el diseño como dispositivo de diálogo para que el grupo pueda vehiculizar la discusión de otras problemáticas. En muchas reuniones intercambiamos opiniones acerca de los productos, pero en muchas otras se planteaban temas como: “¿Qué hacemos con los artesanos que quieren sumarse al grupo?”, “¿qué precio debe tener un producto que nunca tejimos?”, “¿en qué tiempo somos capaces de responder a un pedido de 500 productos?”, “¿quién cuida mis cabras mientras yo estoy en la feria?”. La idea es que el grupo vaya definiendo su propio rumbo. Resulta muy interesante para nosotros, descubrir cómo el diseño se va “tiñendo” de la técnica artesanal. ¿Cómo explicarlo? Hay un ejemplo muy claro: nuestra primera propuesta de diseño para el grupo de cesteros fue un tríptico de banco, caja y mesa encastrables, y como muchachos bien occidentalitos que somos, siendo que en Copacabana todos los productos son de base redonda u ovalada, nosotros propusimos productos prismáticos. Y así fue que llevamos 6 hermosas estructuras de hierro soldado y prolijamente pintado para que los artesanos “cubrieran” con el tejido. El resultado estético fue muy bien aceptado por el público urbano pero estábamos atando un grupo rural a la necesidad de establecer un vínculo coordinado con algún herrero (sólo disponible en Deán Funes) y los consiguientes costos. Fue así que comenzamos a pensar de qué manera resolver un objeto que resistiera el peso de una persona pero utilizando una forma accesible a los cesteros.

–¿Hoy dónde venden?

D. D.: –La comercialización es aún la pata flaca del proyecto. Estamos intentando un vínculo con alguna red de comercio justo. Hasta ahora lo que se ha podido comercializar ha sido a través de Quinua e Incide, que facilitó por ejemplo un encargo para una empresa de casi 800 productos para las fiestas de fin de año. Algunos productos se venden en casas de diseño y se participó de algunas ferias de artesanías y exposiciones de diseño obteniendo el premio “Mejor Mobiliario 2007” en “Diseño con Acento 2007”. Por el momento, seguimos recibiendo encargos en nuestro estudio.

–¿Quiénes diseñan los nuevos productos?

D. D.: –Los diseños son de Quinua y de los cesteros. El proceso consistió primero en una propuesta dibujada por nosotros, que fue discutida por los artesanos y modificada en la mayoría de los casos. Posteriormente se tejieron los prototipos de cada producto y se testearon con el uso. De los que sobrevivieron este proceso, algunos fueron producidos en gran escala para la venta a empresas (porta-vinos y lapiceros), otros en menor escala para la comercialización en locales de diseño (banco y colchoneta). Las cortinas plegables se hacen a pedido y a medida, este es un producto que ha tenido mucha aceptación y que posibilita la participación de varios artesanos en cada encargo.

–¿Enseñanzas?

D. D.: –Este tipo de trabajos nos ha permitido entender que el diseño va mucho más allá de las formas, la funcionalidad, los materiales o los modos de producción. Ultimamente estamos abocados a explorar otros modos de comunicación entre los distintos actores de la sociedad, esto es, grupos productivos, fundaciones u organizaciones civiles, universidades y hasta los propios gobiernos. Estamos aprendiendo que cada una de las organizaciones a las que pertenecemos puede multiplicar casi mágicamente el impacto de sus acciones. Quedarnos solos siempre es más cómodo y seguro, pero la chispa que se enciende cuando algo simplemente coincide entre dos o más personas es muy potente.

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