La restauración de la iglesia de La Merced, en plena city bancaria, cumplió una nueva etapa con el montaje de los primeros vitrales restaurados, que completan los trabajos en la cúpula. El bello templo sigue volviendo a su gloria con apoyo privado.
› Por Sergio Kiernan
Llegar a las quinientas ediciones no es llegar a un aniversario redondo pero sí a un irresistible número redondo. Son casi diez años de m2 y que se apilen 500 tapas parece un hito. Para festejarlo, entonces, una buena noticia, de las que entibian el corazón de los que aman el patrimonio edificado y quieren cuidarlo: esa joyita del arte que es nuestra iglesia de La Merced acaba de terminar otra etapa de su restauración. Mejor aún, el trabajo está exhibiendo una continuidad rara en estas pampas gracias a la lucidez de fundaciones privadas.
El programa que se está cumpliendo en este momento ya exhibe con sus colores brillantes de antaño los vitrales del tambor de la cúpula. En el taller creado en uno de los claustros de la planta baja ya se trabaja en otros seis vitrales desmontados del presbiterio y el crucero de la iglesia. Este trabajo se parea con exactitud con el de Teresa Gowland, cuyo equipo ya terminó de restaurar muros y murales de la cúpula, acaba de presentar el tambor y comienza a trabajar con el presbiterio.
Las vitralerías sacras están ganando nueva vida en las manos expertas de Fivaller Pablo Subirat, un hombre alto y apacible con un desconcertante aire a skinhead gentil. Subirat es la tercera generación de una familia catalana de vitralistas y es de las personas que parecen saber simplemente todo de su especialidad. Con el apoyo de la Fundación American Express, a través del World Monuments Fund, Subirat trabaja con las piezas realizadas por Berger e Hijos en Toulouse, en 1887.
El vitralismo es un arte endiabladamente complicado que reúne las demandas de la pintura con un sostén material frágil, caprichoso, técnicamente vueltero. Subirat señala en este caso que las teselas –las piezas de vidrio que forman el rompecabezas– son partículas finas, de apenas un milímetro o un milímetro y medio de espesor. En las alturas de la cúpula –hay que subir al andamio para percibir qué magníficamente alta es– los vitrales estuvieron a salvo de vandalismos y ataques, pero no de los elementos y de la mugre porteña. Puestos sobre una mesa son placas agrisadas, como revestidas de un compuesto de smog y polvo. No extraña entonces que el primer paso de Subirat y su equipo sea una limpieza gentil que permita ver cada pieza y hacer un diagnóstico. Luego se hace un gran dibujo tamaño natural de cada vitral, muy preciso en las líneas de emplomadura y con un gentil boceto de las figuras pintadas.
El diagnóstico general es que faltan muy pocas piezas y que hay relativamente pocas rotas. Las que se quebraron son las inferiores, que fallaron bajo el enorme peso de los vidrios superiores. Esto es porque con los años, los plomos se hacen más rígidos y quebradizos, se cristalizan y se parten. La estructura autoportante que forman pierde su fuerza y las piezas inferiores terminan sosteniendo a sus compañeras. Hay casos en que esta tensión es tal que lo que se termina levantando es el sutil esmalte que cubre algunos vidrios, con lo que hasta hay teselas intactas pero “borradas”.
Una vez contadas, mapeadas y diagnosticadas, las piezas son sacadas del vitral y lavadas gentilmente con un detergente cremoso con glicerina, de mínima agresividad. Esto se hace a mano, literalmente con los dedos, para no levantar los esmaltados. Estos vidrios fueron pintados hace 121 años con grisalla y luego horneados a alta temperatura sobre una cama de tiza en polvo en kilns de leña. El control de la temperatura no era tecnológico sino de simple sapiencia transmitida, pero no había modo de que fuera pareja en todo el horno. Esto también obliga a tener un extremo cuidado a la hora de tocar las piezas.
Una vez lavadas, las teselas cascadas o partidas son reparadas con un epoxi transparente de dos elementos. Para darles un sostén flexible pero fuerte, se les hace un “callo” sobre la línea de quiebre, que es pulido hasta la invisibilidad. Luego viene el delicado trabajo de remontar todo en emplomaduras modernas, más fuertes que las originales y más exactas en su trefilado. Es notable la paciencia que exige esta etapa, con sus precisiones de tamaños y sus soldaduras en cruz. Una vez remontados, los vitrales son protegidos por afuera con un paño de vidrio que filtra los rayos ultravioleta, enemigos del color. También se corrige un sorprendente error de los instaladores de hace 120 años, que montaron los vitrales directamente en la pared, sin un marco propio, lo que hizo extremadamente trabajoso retirarlos en esta restauración sin dañar las piezas o la pared muralesca. A partir de ahora, las piezas tienen un discreto e invisible marco que hace mucho más fácil el acceso.
Los vitrales ya restaurados brillan en su contexto de murales restaurados. La iglesia de La Merced está completamente pintada con un garbo que la torna una pieza singular. Es una iglesia muy antigua, española y antaño barroca, profundamente remodelada y redecorada a fines del siglo XIX, cuando Buenos Aires se europeizó. Teresa Gowland, con apoyo de la Fundación Rocca –que también instalará sistemas de iluminación internos–- acaba de restaurar el crucero. Gracias a la Fundación Fortabat, va a encarar el presbiterio, con decisiones sabias como tratar por texturas paños perdidos de murales, sin repintarlos. En un ya que estamos glorioso, va a limpiar la parte superior del retablo mayor de la iglesia, una obra espectacular del maestro Saravia de 1730. Este notable altar es de madera, tiene tres siglos y está en perfecto estado, un monumento a la sabiduría técnica de España. Estar parado de cara a sus colosales querubines, allá arriba, permite entender que el retablo –que parece un mueble– es en realidad un complejo edificio de maderas del tamaño de la popa de un buque de la línea.
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