Construidos como arquitectura simbólica de una capital y caídos en la típica falta de mantenimiento, los hospitales porteños serán protegidos como patrimonio según un proyecto de Teresa de Anchorena.
› Por Sergio Kiernan
Según parece y prometió públicamente el ministro Daniel Chain, el Hospital Rivadavia no será demolido. El ministro es un manifiesto enemigo del patrimonio edificado, como parece corresponder a todo titular de la cartera dedicada a las obras públicas porteñas, que debe exigir un juramento ideológico sobre las obras completas de Le Corbusier. Esto se nota en su desprecio a los edificios de antaño, que son “viejos” y pecan por cosas como tener los cables de tela originales. Que el Rivadavia es un desastre edilicio no hay quien lo niegue y que haya que cambiarle los cables en pleno siglo 21 es un pecado, pero de la falta atroz de mantenimiento de todo lo argentino. Pero que la única manera de renovarlo y transformarlo en un centro de alta complejidad, como bien quiere el Gobierno, sea demolerlo es simplemente una tontería.
Como el ministro no quiere entender el patrimonio, Chaín y su equipo viven metiendo a su jefe Mauricio Macri en enfrentamientos con los vecinos. Batallan con los de San Telmo por esa zoncera de semipeatonalizar Defensa y pusieron a los de Palermo a afilar las dagas por el Rivadavia. Con un poquito nomás de lectura política, el gobierno porteño sacaría la deducción obvia de que el patrimonio es un ítem de existencia real en la agenda. No sólo podría dejarse de meter la pata, sino que hasta podría ganar voluntades.
Como nunca conviene confiar en la lucidez ajena –como decía la andaluza, “si vamos a confiar en que los otros sean buenos...”– la Comisión de Patrimonio de la Legislatura porteña ya trabaja en un proyecto de la diputada Teresa de Anchorena para catalogar el Rivadavia y otros tres hospitales de la gran época, todos palacios públicos de inmensurable valor patrimonial.
Esto de palacios no es un decir. Los grandes hospitales de Buenos Aires, concentrados en la zona sur y en Chacarita, fueron en su momento lo más avanzado en planeamiento sanitario. Eran lugares amplios, con manzanas enteras de jardines, mucho sol y pajaritos. Curiosamente, justo lo que la arquitectura hospitalaria vuelve a recomendar como óptimo para la salud del paciente. Estos grandes edificios también cumplieron un segundo rol como palacios cívicos. La lógica era de símbolos: Argentina es un gran país con un gran futuro que no tiene un gran pasado de palacios y castillos. Es, además, una república sin aristocracia y de lo más moderna. Ergo, hay que construir palacios públicos que exalten a los poderes de la Nación y que sirvan para algo práctico. Por eso tenemos escuelas dignas de París, palacios de Aguas impardables y hospitales que parecen salidos de Moscú –donde usaron, claro, reales palacios de nobles de verdad–.
Casi todos estos palacios cívicos se asientan en grandes terrenos con inmensas y bien planeadas arboledas, y todos fueron construidos en el gran lenguaje neoclásico, la arquitectura parlante que te avisa que aquí hay un edificio nacional, importante y público.
Nadie que sepa algo del tema puede decir tajantemente que estos edificios deben demolerse porque son irrecuperables. Lo que necesitan es una inversión ya muy atrasada para ponerse al día y recuperar su belleza y valor como edificios. ¿O será que tener techos altos, materiales nobles y proporciones clásicas los hace insalubres?
El proyecto para el Rivadavia, el Muñiz, el Borda y el Moyano de la diputada Anchorena (CC) busca proteger los edificios originales de cada conjunto hospitalario. Por ejemplo, el Rivadavia tendrá catalogación cautelar para sus maternidades, sus pabellones Central, Cobo, del Arca, Cemic, Simétrico al Cinco, Molina y Olivera, para su capilla y hospital de Odontología, su laboratorio y su dirección. Además se protegerán los túneles que conectan varios de los pabellones, el perímetro, las arboledas de especies nativas y su barranca, último testimonio de cómo era el relieve antes de que todo se nivelara para la avenida Las Heras. Así se conservará la obra planificada por el arquitecto sueco Henrik Aberg.
El Muñiz fue creado en 1882 como una casa de aislamiento, un hospital para contagiosos que debían ser mantenidos fuera de circulación ante las epidemias regulares de cólera y fiebre amarilla. En 1894 se empezó a construir el actual hospital, del que Anchorena propone catalogar veinte edificios. Entre ellos está esa absoluta maravilla que es el de tuberculosos, llamado con merecida obviedad el Koch, que le vuela la cabeza a todo visitante con su equipamiento original y sus galerías cerradas con vidrio azul para que los enfermos tomaran sol.
El Moyano y el Borda son diseños gemelos, para ellas y para ellos, y son los más ajardinados de todos, con edificios pequeños perdidos entre árboles y verdes. El proyecto incluye doce pabellones del Moyano y seis del Borda, dándole el más alto grado a la morgue y laboratorio del primero –en la foto, el aula de disección de ese edificio, con su mesa y sus gradas– y a la imprenta del segundo.
El CAAP, paso previo a cualquier catalogación ya prestó su acuerdo a la catalogación del Rivadavia y cuesta pensar que se oponga a la de los demás hospitales. Seriamente, se los debería preservar como ejemplares de gran arquitectura y, asumiendo que no se demuelen y no se alteran, modernizar lo que hace falta, invertir en mantenimiento y hacerlos dignos de esta ciudad y esta era. Su antigüedad como edificios no es obstáculo: cualquiera, hasta un ministro, se operará en Europa en edificios viejos de siglos con toda confianza. El problema no es la edad de las paredes, al contrario, sino los equipos e instalaciones.
Y en esta época tristona no hay que despreciar el uso simbólico de estos hospitales inspirados hasta en Versalles. Es difícil disociar el uso de un edificio de sus aires y bellezas, pero es posible y necesario. Varios hospitales porteños hasta invitan a pasearlos porque son de lo más hermoso que tenemos en la ciudad.
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