La Gran Manzana comparte ciertos problemas con nuestra Buenos Aires, como el de la caótica e ineficiente protección de edificios. En esta nota, un relato de los problemas de la Comisión de Preservación de Nueva York.
› Por Sergio Kiernan
El año pasado, los porteños ganamos un juicio crucial para el patrimonio. El caso era el de la casa Bemberg, en Montevideo 1250, un bello palacete francés que un buen día apareció con un cartel avisando del “remate de antigüedades” previo a la demolición. El edificio estaba en trámite de catalogación pero nadie le había dado la menor pelota al tema: el que vendió al edificio lo vendió como si fuera un terreno vacío, el que lo compró lo compró como si el palacio ya no estuviera, el gobierno porteño extendió los permisos de demolición como si la catalogación no tuviera la menor entidad. De lo único que se hablaba era de la ubicación privilegiada, de los metros que se podían construir, de la “nueva forma de vida” que se le iba a vender al público.
El entonces flamante grupo Basta de Demoler, que acababa de perder un amparo para proteger un petit hotel en Callao y Paraguay, decidió volver a intervenir. Esta vez contaban con una carta en la manga, que era el talento de Diego H, asesor de la diputada Teresa de Anchorena y un fino cerebro jurídico. H encontró el argumento de oro para que los jueces entendieran qué se jugaba. No era sólo una parte de nuestra historia amenazada, no era apenas un edificio hermoso a punto de desaparecer para ser reemplazado por una porquería comercial. Era también que el Ejecutivo no puede permitir una demolición hasta que se expida el Legislativo, de lo contrario impide que un poder cumpla sus funciones y crea un conflicto de rango constitucional.
Basta de Demoler ganó el amparo y la Ciudad apeló, sólo para recontraperder con una Cámara que dijo que el principio de no interferencia se aplicaba no sólo a la casa Bemberg sino a todo edificio en la misma situación. Fue un día memorable.
Una cosa que los porteños podrían hacer es enviarles copia de lo actuado a los preservacionistas de Nueva York, que se enfrentan a problemas similares y también recurren a la Justicia. Nueva York es la capital mundial de la libertad de empresa, del rascacielos de ínfima calidad y del arquitecto comercial que “se expresa” y no acepta límites. Si entre nosotros hay pajarones que dicen cosas como que hoy “se construye el patrimonio de mañana”, en las latitudes norte son bandadas.
Por eso no extraña que la catalogación de edificios sea difícil, lenta y complicada en Estados Unidos. Los preservacionistas neoyorquinos acaban de ganar una batalla legal cuando lograron que la Corte Suprema del Estado de Nueva York le ordenara a la Comisión de Preservación que después de ocho años haga lugar a un pedido de agrandar lo que nosotros llamaríamos un APH en Brooklyn. La corte le puso así un límite a la técnica favorita del ejecutivo de Nueva York, el pedaleo interminable.
El tema se originó en 2000 cuando un grupo preservacionista pidió la extensión del Distrito Histórico de Park Slope, un barrio de 44 manzanas de casas de época casi perfectamente intacto. Este conjunto está formado por lo que por allá llaman brownstone porque el noventa por ciento está revestido con la piedra local, que es marrón clarito. Todos conocemos estas casas por el cine y sabemos que suelen tener un semisótano y tres pisos elevados, con una escalera de acceso desde la vereda a la puerta principal.
Los preservacionistas le pidieron a la Comisión de Preservación de Edificios –Landmarks Preservation Commission– que extendiera el distrito de modo de abarcar otros tipos de arquitecturas como las casas frente al parque Garfield, conocidas por sus bay windows y sus ornamentos de hierro a la filigrana. La comisión se tomó su tiempo para contestar siquiera y recién en julio de 2001 le mandó una carta al Concejo de Distritos Históricos diciendo que revisarían el caso y lo tendrían muy en cuenta. Fue lo último que alguien escuchó del asunto.
En marzo, los preservacionistas les iniciaron juicio a los directivos de la Comisión. Esto es un detalle notable del derecho norteamericano que deberíamos imitar: el juicio fue contra los directores, no contra la Comisión, lo que suele movilizar mucho más las cachas de los funcionarios. A fines de noviembre, la Corte les dio la razón a los demandantes y dijo que la demora era “arbitraria y caprichosa” y le ordenó trabajar como corresponde, con tiempos reales y decisiones bajo calendario. Los jueces le explicitaron a la Comisión que no se referían sólo al caso de Brooklyn sino a todo el sistema en general, ya que “dejar languidecer los pedidos de catalogación destruye la misma razón de ser de la Comisión y ayuda a la pérdida de edificios irremplazables”.
En los seis meses que tomó el juicio, el diario The New York Times se puso a investigar qué pasaba con la Comisión y descubrió que la agencia sufre una mezcla de presunción, indiferencia hacia el patrimonio, alergia a molestar al intendente y falta de fondos y personal para hacer su trabajo. Este panorama tan argentino se completa con una verdadera tradición de opacidad, en la que la Comisión nunca da explicaciones, nunca explica en qué andan los trámites y nunca informa por qué rechaza o acepta una catalogación.
Los críticos cuentan que es imposible enterarse de por qué la Comisión dice que no. Peg Breen, que participa del grupo New York Landmarks Conservancy, dice que sería bueno “que aunque sea nos dijeran que un edificio estaba ya muy alterado, o que era un mal ejemplo de un estilo... algo”. Los defensores admiten fallas, pero señalan con orgullo los logros de la Comisión.
El Times hizo la cuenta, que no les da tan mal para el standard porteño. El año pasado, la Comisión catalogó 22 edificios y tres interiores –la ley permite proteger ciertos ambientes que sean únicos– y creó tres APH con un total de 1158 edificios. Este tipo de números son los que les daban risa a los ministros de Planeamiento Urbano de los seudoprogresistas Ibarra y Telerman, pero ni en Estados Unidos parecen exagerados.
De hecho, en Nueva York parecen pocos y la historia continúa con los edificios que no fueron protegidos por la Comisión. Un ejemplo es el edificio Tiffany, en la Quinta Avenida y la calle 57, en Manhattan, que en 1998 fue presentado para su catalogación por la ONG Modern Architecture Working Group. La Comisión les mandó una carta acusando recibo de la propuesta, y eso fue todo por tres años. En 2001, los preservacionistas volvieron a presentar su carpeta y esta vez la Comisión se dignó agregar que “encontraba méritos” para estudiar la catalogación del rascacielos de 1940. Fue lo último que alguien escuchó hablar del Tiffany y la Comisión en estos nueve años.
Como el edificio Tiffany es grande, famoso y carísimo, básicamente está a salvo de demoliciones, lo que no es el caso cuando se demoran por años catalogaciones de objetos más chicos. Un caso simbólico fue la casa Kean, en el muy caro y elegante sector de Lexington Avenue pasando la altura de Central Park. La casa Kean fue originalmente un par de brownstones erigidas en 1880, pero en 1922 las dos casas fueron compradas, unificadas y remodeladas en un estilo mediterráneo con detalles de estucados rústicos y ventanales de emplomadura. En 2007, el grupo Amigos del Upper East Side logró una entrevista con el director de la Comisión y le planteó que había que ampliar la APH que protege esa zona tan bien construida y tan cara, que sufría las mayores presiones de los desarrolladores inmobiliarios. Los Amigos esperaron por meses alguna respuesta, pero sólo en marzo de 2008 recibieron una carta que decía que “se estudiaba el pedido”. Preocupados, en junio los Amigos pidieron que la casa Kean fuera protegida individualmente. Lo único que lograron fue verla inmediatamente rodeada de andamios y obreros que removieron los ventanales de vitrales y las puertas talladas, cerrando todo con tablones.
Cuando los preservacionistas se quejaron, el director de la Comisión se ofendió y les explicó que “no podemos andar cambiando la ley cada vez que alguien hace un pedido de preservación”, curiosa definición para una agencia oficial encargada de, justamente, cambiar la ley cada vez que alguien pide una preservación.
La lista de edificios perdidos antes de que la Comisión se dignara contestar es tan larga que la Corte le ordenó que formalice sus procedimientos y responda a cualquier pedido antes de los 120 días. La Comisión se rehúsa a aceptar esto porque dice que no tiene presupuesto ni personal. Es curioso: en 2007, la Comisión rechazó un aumento de presupuesto del 15 por ciento afirmando que no le hacía falta, evento seguramente único en los anales de la burocracia mundial.
Pero lo que la Comisión no quiere en realidad es cambiar sus procedimientos internos. Resulta que la agencia se compone de doce miembros, de los cuales once son ad honorem y uno, el presidente, recibe un muy buen salario. Los once que trabajan gratis son, por ley, tres arquitectos, un urbanista, un historiador, un agente inmobiliario y cinco vecinos de los cinco barrios en que se divide formalmente la ciudad de Nueva York. Pero el único que puede tomar decisiones vinculantes es el director, que “consulta de modo informal” a los otro once. Esto es, si el director quiere, la Comisión está pintada.
No asombra que la agencia no tenga archivo, no guarde sus resoluciones, no tenga siquiera un mapa completo de lo que catalogó y lo que rechazó, y sea hasta incapaz de contestar qué argumentos ganaron o perdieron una catalogación. El pequeño grupo de funcionarios que maneja la Comisión está tapado de trabajo, porque la agencia recibió este año que terminó más de diez mil pedidos de permiso para alterar, reparar o restaurar edificios ya protegidos, cosa que no se puede hacer sin permiso.
Según parece, la falta de democracia y transparencia en los procesos administrativos lleva a crear kioscos ineficientes. Que de paso les resultan de lo más convenientes a ciertos millonarios que hacen negocios inmobiliarios.
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