Sábado, 10 de enero de 2009 | Hoy
OPINIóN
Por Antolin Magallanes *
La cuenca baja del Riachuelo es un lugar conocido por todos. Por esa arbitrariedad empecinada que tienen los límites políticos y jurisdiccionales, uno puede sentirse tentado a creer que las dos orillas son algo separado, cuando la verdad es que se trata de uno de los lugares más entusiastamente unidos que tienen la ciudad y la provincia. Si bien ese río llamado Riachuelo cortaba hace muchos años la marcha de quien transitara por la pampa, lo cierto es que fue siempre prenda de unión y de comunicación. Al día de hoy, se reparten aquí y allí familias que se relacionan cotidianamente (trabajadores que van y vienen, niños que se educan indistintamente en ambas márgenes...). Todos tienen ese mismo paisaje, ese mismo río, esos mismos puentes y los botes que remedan las viejas jornadas de cruce, cuando los puentes no existían.
Si hacemos foco en La Boca y la isla Maciel, nos daremos cuenta de que no sólo hay una misma geografía, sino que también el paisaje urbano es casi el mismo. En ambos lados hay profusión de conventillos coloridos, de chapa acanalada y madera. Alguna vez albergaron pobrezas de inmigrantes con esperanzas tangibles de ascenso social, desde hace ya unos cuantos años albergan pobrezas sin horizontes de futuro.
Sobre ambos extremos se encuentran dos puentes. Uno que afortunadamente está comenzando a ser recuperado: el Puente Avellaneda nuevo, con sus escaleras mecánicas para peatones, sus amplios halls de mármol, su transbordador y los automóviles que le recorren la espalda. El otro, un poco más adelante, es el puente viejo, esa verdadera obra de arte conformada por engranajes, metales abulonados y una bellísima estructura de ingeniería que nos dice que por aquí también pasó la revolución industrial y nos dejó una hermosa reliquia. Todavía está abandonado y si se salvó del desguace en la década del ’90 fue sólo por la defensa tenaz de los vecinos de ambas orillas y de algunos legisladores sensibles.
Muchos creemos que ese puente está cargado de sentido, ya que representa múltiples cosas. Es un testimonio de la historia del trabajo en el Sur y en la Argentina urbana, pues por él pasaron verdaderas mareas humanas que se dirigían a sus ocupaciones: los frigoríficos, los astilleros, el puerto, las fábricas. Representa un punto de tensión para mirar el futuro. También es un punto de unión que simboliza la confraternidad entre las mujeres y los hombres que habitan sus orillas, un icono famoso.
El Bicentenario representa una buena fecha para pensar en recuperar el puente. Sería como poner una llamada hacia adelante que oficie no sólo como una obra de recuperación patrimonial. Este puente bien puede simbolizar las posibilidades de las políticas de Estado, dado que pertenece a la Nación y sus patas se posan sobre la Provincia de Buenos Aires (Dock Sud, Avellaneda) y la Ciudad de Buenos Aires (La Boca).
Desde allí, además, se sentaría un precedente importantísimo para seguir potenciando todo lo vinculado con ese otro gran olvidado, el Riachuelo.
Pero tal vez lo más importante sea la inmejorable posibilidad de mostrar que nuestro país quiere reparar algunos de sus olvidos, y que distintas administraciones jurisdiccionales pueden tener un objetivo común para solucionar los problemas metropolitanos de la Ciudad y de la Provincia.
En definitiva, este puente también volvería a trabajar en su oficio, el de unir. Estaría, simbólica y materialmente, aunando las posibilidades de crecimiento del país, convirtiéndose en un hito esperanzador de la importante agenda que hemos desarrollado los porteños y bonaerenses para recuperar nuestro mismo paisaje.
* Director Ejecutivo Fundación por La Boca.
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