Sáb 17.01.2009
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Diseño y recesión

› Por Sergio Kiernan

Ver tanto norteamericano y europeo llorando miseria es una experiencia ambigua. Por un lado es cierto que las economías más ricas sufrieron un regio sacudón, con un desempleo rampante y, en el caso de EE.UU., picos inflacionarios en sectores como el de alimentos. Por el otro, siguen siendo riquísimos comparados a cualquiera y cuesta conmoverse por el dilema de tanto Volvo en venta.

Pero se la tome como se la tome, la recesión actual apenas empieza y ya es suficiente para liquidar de raíz lo que llaman en Nueva York el consumo conspicuo. Este tipo de consumo es el que alimenta extravagancias esperables, como el Bollinger y el Beluga, y también el que impulsa todo un sector del diseño, el más extravagante, rentable y sobrevaluado que se pueda imaginar. Es el diseño de series limitadas, aristas provocadoras y conceptos lanzados en el que te cobran la idea: una silla de materiales normales que vale miles de dólares porque es nueva, novedosa y casi, casi pieza única.

El problema con esto es el del valor intrínseco. Un diamante vale por diamante y sus variaciones de precio son relativas. Una silla es más una idea que otra cosa porque uno puede sentarse en una caja o en el piso. El valor de una silla es, literalmente, arbitrario y muy dependiente de la temperatura del mercado.

Michael Cannell, que fuera editor de Home & Garden del diario norteamericano The New York Times y ahora se dedica a su página web –www.thedesignvote.com– acaba de publicar una nota muy inteligente sobre el fin del consumo extravagante en diseño, del que da algunos ejemplos encantadores. Por ejemplo, la fiesta que dio en la Feria de Milán 2006 el diseñador holandés Marcel Wanders para presentar una línea de lámparas de cinco metros de altura inspiradas en Alicia en el País de las Maravillas. Cada lámpara costaba muchos miles de euros y la presentación las mostraba cubiertas de copas colgadas, con la novia de Wanders, Nanine Linning, colgando cabeza abajo de un trapecio y medio desnuda, sirviendo vodka en las copas, que los invitados descolgaban y bebían.

En la misma línea estaban los superlibros de diseño, como el de Rem Koolhaas, que divinizaban las ideas más esdrújulas, o las sillas de los hermanos Campaña, que a nueve mil dólares cada una resultaban más una señal de clase social que un mueble.

La extravagancia, claro está, no es nada nuevo. Para encontrar que la moda de los ricos y poderosos sea supersencilla y estilizada hay que irse al siglo 18, cuando la pureza neoclásica era moda. Y aún así, lo que no se gastaba en maderas se gastaba en platerías y en cuadros... Todo el siglo 19 es el avance del Alto Victorianismo, con ambientes atiborrados de objetos cada vez más complicados, y el paso a una primera modernidad Art Nouveau de un barroquismo lanzado. La marea sólo cambió cuando se difunde el primer modernismo y esto ocurrió sólo por la Gran Depresión.

Aunque cueste creerlo por su teoricismo hermético, su indiferencia a lo que diga la gente y su esnobismo mandarín, el primer modernismo nació para llevar el diseño a los pueblos. La Bauhaus original casi casi se dedicaba a tiempo completo a diseñar viviendas populares, intentando llevar a la clase obrera una arquitectura de calidad y de ideas. Lo mismo terminó ocurriendo en el mobiliario, arrancando con una clase media que ya no podía pagarse grandes firmas pero buscaba calidad de diseño.

Esta recesión nos encuentra con algunas cosas ya instaladas. En economías grandes hay cadenas como la escandinava Ikea o la brasileña Tok & Stok que venden a buen precio diseño simple y de calidad. Hasta en economías de pymes, inflexibles y anticuadas como la nuestra, hay canales masivos de comercialización para el diseño. Por ejemplo, hoy se pueden comprar en hipermercados muebles pasables, aunque más no sea de cocina.

La malaria que viene puede profundizar esta tendencia al diseño bueno y a costo, afectando principalmente dos aspectos. El primero es el canal de comercialización, en el que la boutique pequeñita resulta cara en sí misma. El segundo es el origen de la idea de diseño. En Estados Unidos están discutiendo que el eje pase del gran autor al open source, en el que diseñadores de todo tipo de objetos cuelgan en Internet sus ideas y modelos, para que sean fabricados por cualquiera en cualquier parte del mundo por un fee proporcional a la cantidad. Este honorario reemplazaría el habitual contrato de licencia y permitiría hasta tomar un modelo para hacerse uno una silla.

En 1930, el norteamericano Russel Wright se puso a diseñar sillas modernistas con materiales locales y adaptaciones al gusto de su país a una fracción del precio de las demás. Wright hizo una fortuna, porque estaba vendiendo lo que la gente necesitaba, buen diseño a buen precio. El paradigma del diseñador-estrella vendiendo piezas única probablemente continuará, ya que está copiado del paradigma del artista-estrella vendiendo sus piezas únicas. Pero si se habla de industrias, si se habla de cien pesos, la competencia pasa por otro lado. Y este es el lado de la ventaja comparativa del buen diseño.

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