Sábado, 14 de febrero de 2009 | Hoy
Resulta que Brasilia está por cumplir cincuenta años y, coherente con su situación de ciudad-monumento, enseguida se les ocurrió hacer un monumento marcando el evento. ¿Por qué no? Brasil tiene la curiosa costumbre de autohomenajearse continuamente y cada ciudad de alguna importancia tiene una Avenida Brasil, otra con el nombre del Estado y hasta otra con el nombre de la propia ciudad.
Tampoco extraña que entrara al ruedo el propio Oscar Niemeyer, creador de los edificios señeros de la ciudad, que a los 101 años sigue activo. Niemeyer presentó su idea de monumento, confiado en sus laureles, su fama imbatible en el país y en que Brasilia es, al fin y al cabo, su ciudad. Le fue pésimo: el gobierno descartó la idea, rechazó la ubicación propuesta y decidió, como cortesía al maestro, no hacer un monumento. Varias ONG locales y nacionales respiraron aliviadas.
Ya es convencional decir que Brasilia podrá ser una obra maestra del modernismo arquitectónico, pero es una catástrofe urbana sin paralelos. La nueva capital surgió de un mandato constitucional para que el gobierno abandonara Río de Janeiro, la segunda capital brasileña –la primera fue Salvador– y crear una ciudad en el interior. Juscelino Kubitschek ordenó construirla en pleno sertón y a casi 1200 metros de altura, más que nada mirando el mapa y sin tener en cuenta el espantoso clima del lugar.
El planeamiento urbano no lo hizo Niemeyer sino el casi olvidado inmigrante francés Lucio Cost. Ambos arquitectos comulgaban en el más puro altar del modernismo racionalista a la Corbusier, y lo que crearon fue una ciudad que fuera una máquina de habitar. Brasilia tiene zonas simbólicas arregladas a lo largo del Eje Monumental, una inmensa plaza que permite vistas espectaculares de los ministerios, la Catedral y las supercuadras de vivienda. Luego viene una zona residencial alrededor del lago artificial, reservada a altos funcionarios y embajadas, y, separadas por largas distancias, los barrios para vivir y para trabajar.
Literalmente, Brasilia es una ciudad que no funciona sin autos, ya que el menor gesto humano, como ir a trabajar o ir de compras, implica distancias insuperables. Niemeyer lleva medio siglo escuchando estas críticas y respondiendo invariablemente lo mismo: que en su ciudad se vive así y listo. Generalmente lo dice justo antes o después de recordarles a todos que es un firme comunista de la línea stalinista, partidario de que a las personas se les ordene cómo vivir...
Simone de Beauvoir, que llegó en 1960 entusiasmada a la inauguración –era una moderna indudable–, percibió inmediatamente el problema con la creación de Niemeyer: “¿Qué interés puede tener una en caminar por esta ciudad? La calle, que es el lugar de encuentros casuales, de tiendas y casas, de vehículos y pedestres, no existe en Brasilia y nunca existirá”. La francesa concluyó que la nueva capital era “pretenciosa e inhumana”, diagnóstico repetido por legiones a las que les tocó vivir en ella.
Por supuesto que Brasilia terminó transformada en una suerte de Centro de una ciudad mucho más grande que nadie planeó. Ya cuando comenzó la obra hubo que improvisar una ciudad para alojar a los miles de trabajadores que llegaron de todo el Nordeste. De inmediato se acercaron miles más, a atenderlos y venderles cosas. Y casi de inmediato hubo que crear escuelas, hospitales y otras infraestructuras para servirlos. La Brasilia informal nació antes y creció más rápido que la formal. El conjunto tiene 2 millones de habitantes, casi todos viviendo en un lugar “normal” fuera de los sueños de Niemeyer. Que no se anduvo con chiquitas a la hora de proponer el monumento a su propia creación. El invento era la Plaza de la Soberanía y pretendía tomar un lugar de privilegio en el Eje Monumental, justo enfrente de la Catedral. Niemeyer proponía una punta curvada de más de 300 metros de altura, parecida a la aleta de una nave espacial. Justo enfrente, pegadito, la curva tendría un edificio bajo en forma de medialuna.
La propuesta fue inmediatamente rechazada por propios y ajenos. Pese a que Niemeyer tiene status de héroe nacional y que 2008 fue oficialmente el Año Niemeyer para festejar su centenario por decreto presidencial, la oposición fue cerrada. Aparecieron blogs e infinitos artículos en la prensa criticando el proyecto, el ego del autor y la misma idea de un monumento. Se señaló la paradoja de Niemeyer proponiendo destruir las perspectivas de su propia obra y, de paso, violando el código constructivo que prácticamente escribió para su ciudad. Todo terminó en una suerte de campaña para salvar a Niemeyer del riesgo de ser Niemeyer.
No se pudo evitar el vago olor a ridículo que tienen los pronunciamientos del arquitecto. Por ejemplo, cuando le presentó a fines de enero los planos del monumento al gobernador de Brasilia, José Roberto Arruda, Niemeyer explicó que “tiene forma de triángulo para simbolizar el progreso del país”. Arruda debe ser un hombre cortés y no preguntó qué tendrán que ver los triángulos con el progreso.
Ya la semana pasada, la oficina del gobernador dejaba trascender que no había y no habrá en el futuro fondos para construir monumento alguno. Niemeyer respondió con una carta al diario local, el Correio Brasiliense, pidiendo que disculparan a un anciano que sintió, “en mi última visita, que hace falta un monumento así en la capital de un país tan admirado por el mundo como el nuestro”.
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