Sin permiso y esquivando la nueva ley de patrimonio, un grupo de vivos destruyó una casa de Andrés Kalnay. Otra vez queda en claro que falta más rigor y castigo para proteger el patrimonio.
› Por Sergio Kiernan
Este miércoles desapareció, demolida ilegalmente y a escondidas, una pieza de Andrés Kalnay en la calle Palestina. Los atorrantes que la compraron para hacer un edificio no pidieron permiso, porque alguien les habrá explicado que se sancionó la Ley 2548 y la lindísima casa entraba plenamente bajo sus alas. Un Kalnay jamás hubiera podido ser demolido legalmente y por tanto los dueños hicieron la normal avivada argentina: el acto de barbarie de cargárselo sin más. Si el gobierno porteño no reacciona con toda la dureza posible, este acto de vandalismo será apenas el primero en una larga serie de hechos consumados.
Como bien saben los lectores de m2, la Ley 2548 fue ampliada hace apenas días a toda la ciudad y por dos años, luego de una larga batalla política. La ley adapta casi palabra por palabra el proyecto de Teresa de Anchorena (CC), que buscaba darle por fin a Buenos Aires una ley general de patrimonio. El centro de la cuestión es que se invierte el pesado mecanismo de catalogación que le impone todo el trabajo al que busca salvar un edificio, con doble lectura, legajo y estudios, juntadero de votos y demás complicaciones.
Que catalogar algo fuera más complicado que pasar la pena de muerte –o aprobar la Unión Civil, por caso– no era casualidad. Tradicionalmente, el trámite daba amplio tiempo para que quien no quisiera ver su edificio catalogado lo demoliera rapidito. Ni siquiera hacía falta infringir la ley, porque el Ejecutivo porteño daba permiso sin problema. Hizo falta que Basta de Demoler le ganara un amparo durísimo a la Ciudad para que esta práctica cesara. Eso fue el comienzo del cambio.
Diego Hickethier, abogado brillante y asesor legal de Anchorena, le dio a la ONG el argumento que ganó el caso. Basta de Demoler había pleiteado para que no se destruyera el lindísimo edificio de los Bemberg, en Montevideo y Arenales. Ya tenían los argumentos culturales e históricos, pero Hickethier agregó uno de alto rango legal: si el Ejecutivo permitía demoler algo que estaba en trámite de catalogación, impedía que la Legislatura decidiera por sí o por no, porque el bien en cuestión simplemente cesaba de existir. Esto es, había un conflicto de poderes de primer orden.
El tribunal accedió al amparo, la Ciudad apeló y la Cámara porteña no sólo mantuvo el fallo sino que le dio con un palo al Ejecutivo: le ordenó hacer caso en todos los casos y no sólo en el de la calle Montevideo. Como un conflicto de poderes es algo muy duro, hasta el entonces jefe de Gobierno Jorge Telerman hizo caso. De hecho, desistió de apelar una vez más, como era su derecho.
Mauricio Macri asumió en medio de esa situación y se enfrentó, con días en el gobierno, con una inesperada crisis de patrimonio. Así nació la 2548 original, que protegía el patrimonio en ese pato-gallareta que fue el Paisaje Cultural porteño. Lo hacía tomando el mecanismo central de Anchorena, que invertía el proceso. Todo lo construido hasta 1940 estaba en principio protegido –o al menos inhibido– sin necesidad de catalogarlo. Quien quisiera demoler algo tenía que hacer el trámite, mucho más simple que el bizantino de la catalogación. El Ejecutivo enviaba el trámite al órgano asesor de alzada, el Consejo Asesor en Asuntos Patrimoniales, CAAP, que reúne Legislativo, Ejecutivo y ONG, que en tiempo perentorio decidía por sí o por no. Si no se autorizaba la demolición, la carpeta iba a la Legislatura para la catalogación, que podía salir o no. Si se autorizaba, se demolía y listo.
El experimento no llevó a nadie a la quiebra ni generó la crisis devastadora que auguraban los interesados y los lobistas, con el CPAU a la cabeza. Aun así, tomó más de un año lograr que se cumpliera la promesa pública del PRO de ampliarlo a toda la ciudad y por dos años.
La casa demolida en la calle Palestina caía plenamente dentro del mecanismo: es anterior a 1940 y lleva una firma ilustre. Los dueños la demolieron y listo, contando con la habitual lenidad porteña, con el burocrático rumbo del agua, que siempre elige lo fácil. Este gobierno porteño, sin embargo, viene mostrando síntomas de querer poner orden en estos anarquismos y lleva sancionados a más de tres vivos. Hay que recordar el caso de la casa Benoit en Bolívar e Independencia, demolida de apuro en el feriado largo del primero de mayo de 2008. El arquitecto y la empresa de demoliciones fueron sancionados con pérdidas de permisos. A los dueños les leyeron la ley que dice que la penalidad es construir una fracción de lo que destruyeron.
Esperemos que esta vez la dureza sea todavía mayor. El gobierno porteño habla mucho de aumentar las multas para estos casos, que son arcaicas y ridículamente bajas, pero no lo hace. Tampoco hay noticias del régimen de penalidades específico para cuidar el patrimonio que duerme en algún cajón. Para mayor ironía, la subsecretaria de Planeamiento porteña, Josefina Delgado, acababa de anunciar un programa especial para catalogar y proteger todos los Kalnays de la ciudad.
Pues ahora hay uno menos, gracias a una banda de chantas ambiciosos.
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