Los encargados del casco histórico del DF, uno funcionario y el otro privado, explicaron cómo se hacen por allá las cosas. Fue una lección de cómo se administran una ciudad y un patrimonio.
› Por Sergio Kiernan
Uno de los raros placeres de esta vida es hablar con gente que sabe lo que hace. No es que los placeres sean raros, sino que ese tipo de persona es escaso y cuando aparece, hay que sentarse a escuchar. Esta semana se quebró la parsimonia porteña en este rubro, porque hubo dos mexicanos que vinieron a hablar en la Legislatura porteña sobre su experiencia en el manejo del espléndido Casco Histórico de su capital. Lo que contaron Inti Muños, que es director general del Fideicomiso Centro Histórico de la Ciudad de México, y Adrián Pandal, que tiene el mismo cargo en la Fundación del Centro Histórico, fue un aire fresco de ideas sobre patrimonio.
La primera sorpresa fue encontrarse con qué jóvenes son estos expertos. La segunda, ver a dos personas que, si fueran argentinos, estarían en alguna acrimonia tan a gusto entre ellos: es que Muñoz trabaja para el “claramente izquierdista” gobierno de López Obrador, mientras que Pandal gerencia la fundación del muy capitalista Carlos Slim, empresario de fuste si los hay. Pero los dos mexicanos se completaban las frases mutuamente y tenían una evidente armonía de ideas al hablar de su trabajo y su ciudad.
Muñoz y Pandal llegaron a Buenos Aires invitados por la diputada Teresa de Anchorena, presidente de la comisión de Patrimonio de la Legislatura porteña. Anchorena y su jefe de asesores, Facundo de Almeida, visitaron este mismo año el casco histórico del DF y volvieron entusiasmados por la legislación, el rigor, el planeamiento y el buen gusto de lo que se estaba haciendo por allá.
Curiosamente, el mayor peligro que enfrenta el patrimonio histórico del centro mexicano es exactamente el inverso al que desvela al porteño. Mientras que en esta ciudad la piqueta acecha para destruir edificios pequeños y reemplazarlos por algo más grande y más feo, en la capital de México el centro fue directamente abandonado y despoblado. Hace un siglo, en esa región vivían más de 300.000 personas, mientras que el último censo antes de la revitalización mostró que quedaban algo más de 30.000.
El panorama que trazaron Muñoz y Pandal es fantasmal. El proceso comenzó ya en los años treinta, cuando se pasó una ley de congelamiento de alquileres que arrancó la “tugurización” de los viejos edificios. Lo que fueron departamentos normales terminaron divididos en hormigueros de piecitas, para aumentar la renta. En los años cincuenta, la universidad dejó el barrio para mudarse a su ya célebre Ciudad Universitaria. En los sesenta se cerró el Mercado de Abastos viejo y para los setenta la fuga de bancos y oficinas era masiva.
El centro viejo quedó vaciado y devaluado, frecuentado sólo de día y con escasa población fija, cuando se juntaron otros dos desastres fatídicos. Uno fue el terremoto de 1985, que mató a diez mil personas y derrumbó varios edificios de comienzos del siglo veinte (los anteriores, veteranos, resistieron airosos). El otro fue la crisis económica de 1987, que tapizó el centro de vendedores ambulantes que rápidamente coparon cada espacio disponible. Literalmente: hubo varias cuadras de la zona transformadas en mercados permanentes, con puestos techados, cerradas de facto al tránsito y difíciles de pasar hasta de a pie.
El centro viejo se dio por perdido y, grafican Muñoz y Pandal, estaba “gangrenado” socialmente. Fue entonces que comenzó la reacción, con una alianza ejemplar entre rivales políticos. El presidente Fox y el alcalde López Obrador decidieron rescatar la ciudad, junto al tercer actor, el empresario Slim. El acuerdo por el centro histórico sobrevivió los terribles enfrentamientos políticos, las acusaciones mutuas más duras y la crisis de las últimas elecciones: los mexicanos decidieron no transformar estas políticas de estado en parte del ring.
Lo que surgió entonces fue un consejo consultivo con más de cien empresarios, artistas, intelectuales, periodistas y representantes de grupos diversos. Este consejo nombró un comité con tres miembros del gobierno federal, tres del gobierno de la ciudad y tres de la sociedad: el arzobispo de México, por las setenta iglesias y conventos que se concentran en el centro, el periodista e historiador Guillermo Tobar, “cronista de la ciudad” y el inmensamente popular periodista televisivo Jacobo Zabludowsky. El presidente del comité era Carlos Slim.
Hasta 2001, el comité marcaba políticas y juntaba cabezas para determinar prioridades. Por un lado, estaban Slim y otros actores privados comprando los desvencijados edificios para repararlos, encontrarles un uso y relanzarlos al mercado. A oídos porteños esto puede sonar lucrativo e interesado, pero en el centro viejo apenas el treinta por ciento de los edificios estaban ocupados, nadie quería vivir allí y esas calles viejas resultaban tan deseables como la isla Maciel.
Pandal explica que Slim simplemente se crió en el centro, donde su padre tenía la tienda familiar y donde él fue al colegio y se hizo hombre, con lo que tenía un interés personal en la región. Muñoz agrega que sin el motor de los privados, el centro podría ser una colección de edificios históricos pero no un tejido urbano vivo: el Estado no puede crear atractores que repueblen un desierto.
Para 2001, el proyecto estaba tan avanzado que se creaban las dos instituciones que lo encarrilan hoy, la Fundación de Slim y el Fideicomiso, y se continuó con lo que ya era una metodología. Una prioridad era reparar el espacio urbano, degradado hasta quedar comatoso. Se empezaron a reparar las calles, cuadra por cuadra, atendiendo concentradamente ese pedacito de la ciudad. No sólo se levantaron los asfaltos sino que se retramaron sus superficies, imitando los adoquinados. Al cavar, se instalaron los cableados subterráneos y se invirtió fuerte en el viejo problema capitalino de las inundaciones permanentes, ya que México es en rigor un lago rellenado. Una vez reinaugurada la calle, se prohibía terminantemente que volvieran los ambulantes y se comenzaba a restaurar fachadas y edificios.
Muñoz y Pandal cuentan cómo fueron redescubriendo su ciudad con estas obras, ya que reaparecían fachadas invisibilizadas por años por el tolderío. El gobierno instalaba mobiliario urbano, árboles, luminarias –todas estrictamente de estilo– y baños públicos. A la vez se atendían los problemas sociales de las pandillas, la falta de escuelas y de plazas, y se llegaba a los habitantes más pobres. Un programa llamativo fue el que lanzó un batallón de oculistas en el barrio, con lo que muchos chicos “descubrieron” que eran miopes y recibieron un par de anteojos por primera vez.
El centro viejo fue plantado por los españoles, con lo que hubo que ensanchar las veredas –las “banquetas”, como las llaman por allá– y restaurar todas las plazas del lugar. Se pasó una reglamentación de cartelería draconiana para despejar los aéreos, a la vez que se dio un plazo perentorio para retirar los cableados que ennegrecían el cielo. Y se instaló una versión suave de la tolerancia cero, con muchos papeleros y un renovado servicio de limpieza pública.
A la vez, la Fundación coordinaba sus trabajos privados, reciclando edificios en tándem con las obras públicas. Pandal explica que no se restauraba porque sí sino con objetivos precisos, para que los edificios tuvieran vida y dieran empleo. Así lograron instalar, por ejemplo, call centers en la región y un banco se transformó en vivienda muy barata para estudiantes de la universidad.
También hubo innúmeros ejemplos de trabajo con vecinos, para que arreglaran sus casas o instalaran comercios. Fue así que un lindo y adormilado pasaje a cuatro cuadras del Zócalo terminó convertido en el Corredor Cultural Regina, centro de una movida que se estira en la noche.
Muñoz explica que el trabajo se concentró hasta 2005 en un área de nueve kilómetros cuadrados entre la plaza histórica y la avenida Alameda, de modo de crear una sinergia: “Que se note el cambio”. Lo otro que se notó fue que no aparecía la famosa tendencia a la gentrificación, el anglicismo que define el reemplazo de una población pobre por otra más rica, como se vio entre nosotros en el antaño atorrante barrio de Palermo viejo.
Esta coordinación responde además a una idea muy inteligente de centralización del trabajo: el Fideicomiso tiene la suma del poder y ninguna autoridad, nacional o local, puede intervenir en el centro histórico sin su permiso. Lo que explica la coherencia de lo que se está haciendo y los buenos resultados.
Finalmente, un comentario al pasar de Inti Muñoz: todo edificio construido en México antes de 1901 es patrimonio de la nación y no puede ser demolido o alterado. Ninguno, por ninguna razón.
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