Esta semana dejó su banca Teresa de Anchorena, la diputada porteña que protagonizó un cambio inmenso en la situación –legal y material– del patrimonio de la ciudad. Un recuento, un análisis y una despedida.
› Por Sergio Kiernan
Hace exactamente cuatro años entraba en la Legislatura porteña una flamante diputada, Teresa de Anchorena. Llegaba al cuerpo con un amplio millaje en actividades culturales, públicas y privadas, y con la paciencia que desarrollan los que se dedican a la política para hacer algo más que política. Anchorena llegaba al cuerpo colegiado porteño con la obsesión de hacer algo de una buena vez por el patrimonio.
Lo que pasó en estos 48 meses es mucho más de lo que cualquiera se animaba a esperar o decir en voz alta, a menos que quisiera que le tomaran la fiebre y lo miraran feo. En 2005 sólo existía la ley 1227, que se animaba a definir el patrimonio como figura legal, pero había sido duramente cajoneada por el gobierno de la época. En la
Legislatura, el patrimonio era una niña bobita de la que se hablaba mal y poco en la comisión de Planeamiento y alguito más en la de Cultura.
Pronto había una comisión “especial” de Patrimonio, con la palabra entre comillas denotando transitoriedad, impermanencia. Anchorena transformó el compromiso que fue la comisión en una palanca notable para un cambio copernicano: un tropel de edificios protegidos, leyes generales que permiten adivinar para el futuro una legislación coherente y, lo más importante, el tema instalado en la agenda política porteña. Fue el momento justo para la persona indicada, que logró que la comisión reflejara el creciente movimiento de vecinos en contra de las demoliciones indiscriminadas.
Este jueves, Anchorena entregó su despacho y dejó de ser diputada. Un balance de su gestión permite por una vez en la vida felicitarse de una tarea realizada.
La comisión especial de Patrimonio Arquitectónico y Paisajístico fue conformada en 2005 con Teresa de Anchorena como presidente, Marta Varela como vicepresidente, y Patricio Di Stefano, Alvaro González, Silvina Pedreira, Avelino Tamargo e Inés Urdapilleta como miembros. Laura Weber era la directora. Para darse una idea del proceso que protagonizaron estos diputados, hay que hacer un poco de historia. La Legislatura porteña fue creada en 1996, con la autonomía de la Ciudad. En diez años, se habían pasado 54 leyes sobre patrimonio y existían 1350 edificios catalogados.
La lentitud del sistema existente –el de la niña bobita– queda en evidencia cuando se sabe que en apenas dos años se sancionaron 107 leyes, el doble que en la década anterior, se catalogaron 837 edificios y se pasó de seis a 26 Areas de Protección Histórica.
Más importante aún, se avanzó mucho en alguna vez dejar el absurdo sistema de catalogación edificio por edificio, tan conveniente a los especuladores inmobiliarios, para crear leyes generales. Lo primero fue sacar del cajón la ley 1227, que la increíble Silvia Fajre reglamentó sólo cuando Anchorena presentó un amparo. Luego vino la notable aventura de la ley 2548, que desactivó una inesperada crisis que sorprendió al flamantísimo gobierno de Mauricio Macri.
En 2007 el movimiento de vecinos y ONG hastiados de ver desaparecer el patrimonio cristalizó en movidas inesperadas. La que terminó de poner el tema en el mapa político fue la batalla legal por la casa Bemberg, en la calle Montevideo justo enfrente de la plaza Vicente López. El entonces apenas formado grupo Basta de Demoler se enteró de que iba a ser demolido y decidió presentar un amparo para evitarlo. Ya habían caído en el mismo intento, tratando de salvar el petit hotel de La Mutual en la avenida Callao, justo enfrente de la plaza Rodríguez Peña. El equipo de Teresa de Anchorena ayudó con una estrategia ganadora.
Lo que pensaron Facundo de Almeida, Diego Hickethier, Gabriela Muzio, Gabriel Sánchez Sorondo y Laura Weber fue directo al centro de la cuestión: cada vez que un edificio iba a ser catalogado, aparecían demoliéndolo de apuro para evitar su preservación. Lo que se planteó ante la Justicia fue que el Poder Ejecutivo, al autorizar estas demoliciones, evitaba que el Poder Legislativo hiciera su trabajo de debatir si se catalogaba o no. Es decir, existía un conflicto de poderes. El amparo fue duro y claro. El fallo de la Cámara porteña, ante la apelación del gobierno local, fue todavía más claro y lo amplió a todos y cada uno de los casos, ordenando al Ejecutivo que inhibiera todo edificio en tratamiento legislativo hasta que se resolviera el asunto en el recinto.
Este notable triunfo de los preservacionistas desató la situación: algo había que hacer. Fue entonces que se echó mano a ese engendro creado por Aníbal Ibarra y sostenido por Jorge Telerman, el Paisaje Cultural Porteño, presentado ante la Unesco y fuente de tantos lindos contratos, viajes y libros para Fajre y su equipo. La idea era venderle al ente cultural de la ONU la franja costera de Buenos Aires como algo único, pero sin protegerla ni preservarla, lo que la Unesco terminó archivando ad eternum para evitarnos el bochorno de rechazarlo. Anchorena usó el dibujito y así apareció la idea de modificar un viejo proyecto suyo.
Lo que la Legislatura terminó votando fue que todo edificio anterior a 1941 contenido en el perímetro del Paisaje estuviera automáticamente inhibido. Esto es fundamental, porque para catalogar un edificio todo el trabajo quedaba en manos del que tuviera la iniciativa: tenía que fotografiarlo, escribir una justificación, lograr un diputado que presentara la idea, bancarse dos lecturas con audiencias públicas. Al invertir el proceso, la ley 2548 simplificó la vida de todos los implicados, ya que el que quisiera demoler tenía que pasar por ventanilla pero el trámite iba a un ente asesor, el Consejo Asesor en Asuntos Patrimoniales. De ahí, en tiempo breve –demasiado breve, tal vez– volvía autorizado o iba a la Legislatura para una catalogación. Esta claridad no causó el desastre que auguraban tantos interesados, y fue prorrogado primero y luego extendido a toda la ciudad hasta fines de 2011, como la nueva ley 3056.
Todas estas agitaciones sirvieron para que vecinos y periodistas finalmente vieran el patrimonio como una preocupación posible. A estas batallas, políticas y mediáticas, le siguieron las inesperadas movilizaciones de barrios como el Segurola contra la peregrina idea de peatonalizar sus pasajes, y la enconada resistencia de San Telmo al retiro de adoquinados. Todo esto era, hace apenas cuatro años, repertorio de ciencia ficción.
Teresa de Anchorena estuvo en el centro de este fenómeno, ayudando, escuchando, actuando, haciendo lo que debe hacer un político. Cientos de edificios siguen ahí gracias a proyectos que llevan su firma o que ella ayudó a llevar a buen puerto. Ad maiorem gloriam suam, esta despedida a una diputada que cumplió.
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