OPINIóN
› Por Facundo De Almeida *
En alguna oportunidad mencionábamos la estrecha vinculación entre el patrimonio arquitectónico y el medio ambiente, que adquiere aun más relevancia en un momento en que el mundo centra su atención en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre cambio climático en Copenhague.
El patrimonio construido de una ciudad es parte integrante de su medio ambiente y hace a la calidad de vida de los ciudadanos. Los edificios históricos son –como los recursos naturales– bienes no renovables o de casi imposible recuperación. En un caso por la pérdida de las técnicas constructivas y materiales que se utilizaron en su creación, y en el otro por la enorme cantidad de años que requiere la recuperación de un bosque o el saneamiento de un curso de agua.
Son también recursos económicos de primer orden, sobre todo para un país donde el turismo es una importante fuente de divisas y donde el atractivo principal es el natural y el cultural. Finalmente, son elementos que hacen a la calidad de vida de sus propietarios y del conjunto de los habitantes, y cuya destrucción afecta directa e indirectamente a la comunidad. Pero más allá de estas características comunes y de la controversia que suscita la revelación de documentos que ponen en duda la efectiva incidencia antropogénica en el cambio climático o la aseveración de que vamos en realidad camino hacia un “enfriamiento global”, tal como afirman en su reciente libro los economistas Stephen Levitt y Steven Dubner, es preciso analizar la destrucción del patrimonio construido en este nuevo contexto global.
La arquitectura “verde” parecería ser la respuesta más adecuada frente a la emisión de gases y al desaprovechamiento de energía, y parece una solución adecuada al aplicar técnicas que permiten reducir el consumo.
Pero tal vez esto sea cierto para los propietarios de los futuros inmuebles “inteligentes” que ahorrarán en su cuenta de luz, aunque no está claro si el aporte a la protección del medio ambiente es tan efectiva, teniendo en cuenta que la producción de muchos de los materiales “ecológicos” requiere de un enorme consumo de energía y la utilización de recursos naturales no renovables, que explican la alta incidencia de la industria de la construcción en la emisión de gases.
Más aún, si la nueva construcción no es ecológica –tal como ocurre en la mayoría de los casos en nuestro país– o si para construir una u otra previamente se demuele un edificio patrimonial, el efecto será negativo, será mayor para el medio ambiente. Hace casi 35 años, la Carta Europea sobre Patrimonio Arquitectónico reconocía que “cualquier disminución de este capital es tanto más un empobrecimiento, por cuanto la pérdida de los valores acumulados no puede ser compensada ni siquiera por creaciones de alta calidad. Además, la necesidad de ahorrar recursos se impone en nuestra sociedad. Lejos de ser un lujo para la colectividad, la utilización de este patrimonio es una fuente de economía”.
Hoy podemos afirmar que la destrucción del patrimonio construido no sólo supone una pérdida económica, sino además el desaprovechamiento de los recursos que fueron utilizados originalmente para su construcción: humanos, financieros y materiales, incluyendo los recursos naturales renovables y no renovables. Otro argumento más para preservar nuestra memoria construida.
Licenciado en Relaciones Internacionales. Magister en Gestión Cultural por la Universidad del Alcalá de Henares.
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