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Sábado, 20 de febrero de 2010

De marcianos y piquetas

El profesor Max Page se dedica a pensar la creación y destrucción de las ciudades. Pero es un hombre con humor: su último libro es una historia de las destrucciones de Nueva York en películas, libros, historietas y cuadros que mezcla ideas agudas con mitos y bromas.

 Por Sergio Kiernan


A Max Page le gustan las ciudades y le gustó mucho la nuestra. Sentado bajo el arbolazo de Recoleta, no sólo era feliz sino que sabía por qué: no paraba de hablar de los lugares urbanos de primer orden que puede tener esta Buenos Aires, de los momentos de calidad de vida y del frágil milagro que es tener, pese a todo, una ciudad habitable. Page es la clase de experto al que se le entiende lo que dice –cita y agradece a Jane Jacobs por su claridad– y que realmente sabe de qué habla. Por eso sabe cosas como que Nueva York, su ciudad amada, tiene un 40 por ciento de pobres, y puede discurrir con perfecta cordura sobre la relación entre la calidad arquitectónica de lo que nos rodea y el nivel de crimen.

Page es profesor de Arquitectura e Historia en Massachusetts (ver aparte) y pasó varios meses del año pasado viviendo como un porteño con su joven familia –los chicos se fueron hablando castellano– gracias a una beca Fullbright. En esos meses dictó un curso sobre preservación del patrimonio edificado en los Estados Unidos y se dedicó a investigar cómo preservamos los argentinos nuestro patrimonio “doloroso”, el de la tortura, la desaparición y el asesinato político. Page visitó la ESMA, el Parque de la Memoria, las baldosas que recuerdan muertos, los memoriales de todo tipo, y se dedicó además a integrar todo eso en el contexto de esta ciudad.

Quienes lo escucharon hablar ya están esperando leer lo que escribirá sobre este tema, y más todavía los que leyeron su último libro. Es que Page es autor de uno de los ensayos más originales sobre la idea de ciudad, y también uno de los más entretenidos y cómicos, “El fin de la ciudad. Dos siglos de fantasías, temores y premoniciones sobre la destrucción de Nueva York” (The City’s End: Two Centuries of Fantasies, Fears, and Premonitions of New York’s Destruction), publicado por la Universidad de Yale.

La cadena mental que llevó a este libro arranca con el interés de Page en el proceso que caracteriza a Nueva York y a tantas otras ciudades, incluyendo la nuestra, que es la de la constante destrucción y reconstrucción de sus tejidos. Como cita el autor a un poeta, uno se transforma realmente en un neoyorquino –o en un porteño– cuando termina diciendo que aquí se alzaba antes tal o cual cosa, y ese edificio destruido resulta más real que el actual. Page escribió primero un libro sobre la Destrucción creativa de Manhattan y de ahí pasó al raro puesto icónico que tiene esa ciudad en la cultura de Estados Unidos: es el escenario favorito, ya natural, de la fantasía de invasión y de destrucción por desastres naturales.

La lista en The City’s End es notable. En panfletos de predicadores y en novelas de ciencia ficción, en interminables películas y libros, en fábulas morales o políticas, en videogames y hasta en cuadros y grabados, Nueva York es destruida una y otra vez. Terremotos, incendios, eras glaciares, diluvios, platos voladores, misiles rusos, terroristas árabes o serbios, monstruos, supervillanos, científicos locos y hasta insectos arrasaron con la ciudad. La imagen de los rascacielos cayendo, de la Estatua de la Libertad tapada por el mar o abatida, del fuego devorando a la isla está tan instalada, que hasta se usó y se sigue usando en serio: cada vez que alguien hace una presentación para explicar los efectos de un ataque nuclear o un megaatentado, la foto es de Nueva York.

El libro es en parte una historia de la cultura pop norteamericana y de la fantasía apocalíptica del fin del mundo a nivel general. Page recuerda y cita otras fantasías por el estilo –Wells arrasando Londres con sus marcianos, el submarino de Cuando nos alcance el mañana frente a San Francisco, Godzilla comiéndose una y otra vez a Tokio–, pero prueba acabadamente que Nueva York es la capital cinematográfica del desastre. Lo realmente lúcido es su pensamiento sobre por qué ocurre esto.

Nueva York tiene hace mucho tiempo un lugar único en la historia de su país y, con el tiempo, en el imaginario mundial. La ciudad –una aldea que apenas llegaba a Wall Street, así llamada por el muro que la defendía a esa altura– fue la primera capital del país, antes de que se construyera Washington y siempre fue un puerto de importancia. Pero no era mayor ni más próspera que Boston, Raleigh o Baltimore, por citar a otros puertos viejos. Es recién cuando se abre el canal del Erie, que unió el río Hudson con los Grandes Lagos en la frontera de Canadá, que Nueva York se transformó en la mayor ciudad del país, que lo sigue siendo, y en un motor económico de inmensa potencia. El canal fue a esa ciudad lo que el Paraná a Buenos Aires.

E igual que nuestra ciudad, la Gran Manzana fue y es odiada y querida, vista como esencial y como una cabeza de Goliath, una Sodoma y una Atenas. Ya hace dos siglos comenzaban a circular las primeras fantasías religiosas sobre un terremoto purificador que destruyera la ciudad e hiciera a los norteamericanos más religiosos y puros, por vía del ejemplo. Luego vinieron infinitos argumentos sobre motines de inmigrantes, de obreros y de ácratas, claros síntomas de temores sociales. Más tarde el enemigo imaginario fueron oligarquías tiránicas de los ricos, infiltrados de la Alemania Imperial, flotas aéreas de dirigibles y, con el tiempo, marcianos, comunistas y japoneses ladinos. De esta sopa de paranoia y fantasía hasta surgió una distinción peculiar: Nueva York es la única ciudad del mundo con dos superhéroes propios, Superman y Batman, que viven en Metrópolis y Ciudad Gótica y no en Manhattan sólo porque la editorial no quería exponerse a juicios. La saga se acelera durante la Segunda Guerra Mundial y la posguerra, con su mezcla de ciencia ficción y Guerra Fría, y continúa hoy con una mezcla de milenarismo pseudo religioso y temores ecológicos.

Nueva York, a su vez, conservaba una memoria social de desastres verdaderos. Durante la guerra de independencia, los ingleses la ocuparon largos años y la quemaron. Luego la bloquearon y bombardearon en la guerra de 1812, y la ciudad supo tener regulares incendios devastadores durante el siglo XIX. En el XX no fue atacada, pero vio arder las grandes capitales del mundo bajo los bombarderos pesados. Y la década del 50 instaló una certeza indudable: si había una guerra atómica con la URSS, la primera ciudad en ser borrada del mapa sería ésa.

Otro elemento que hacía creíble la idea de destrucción de Nueva York fue que la ciudad realmente fue destruida y vuelta a construir. Hasta bien entrado el siglo, la piqueta era progreso y es casi un milagro que quede algo de una ciudad fundada en el siglo XVII por los holandeses. Irónicamente, casi toda la ciudad inglesa, colonial, que quedaba fue arrasada para abrirle paso a una megaobra simbólica, las Torres Gemelas. Y aquí viene un capítulo notable sobre cómo se sintieron los neoyorquinos al ver hacerse realidad lo que había sido hasta entonces una fantasía de película, algo de popcorn y risas. El derrumbe de las torres fue un antes y un después, pero no impidió que Nueva York volviera a ser destruida en pantalla.

Entonces, Page escribió un libro sobre el imaginario de una ciudad, lo que no es poco. Sólo le faltó citar aquello de que todo lo sólido se disuelve en el aire, envuelto en una nube de polvo de ladrillos.

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