› Por Facundo de Almeida*
En las últimas semanas nos referimos a los métodos de destrucción del patrimonio que aplican frecuentemente los depredadores inmobiliarios: la demolición clandestina de adentro hacia afuera, en días no laborables o simplemente realizando obras, incumpliendo con los procedimientos establecidos, como ocurrió con el Teatro Opera.
Aunque hay otro método más lento, pero también más sutil, y es dejar que el paso del tiempo destruya los edificios patrimoniales, y luego, aplicando la tesis del hecho consumado, soliciten autorización para demolerlos porque su deterioro es irreversible.
No hay previstas sanciones específicas para este tipo de accionar, algo que deberá indudablemente prever el régimen de penalidades que el Poder Ejecutivo porteño, incumpliendo con la ley, sigue adeudando a los ciudadanos de Buenos Aires.
Esta práctica, por su sutileza e impunidad, es la que aplican sobre todo los dueños de edificios de gran valor, que por su notoriedad difícilmente podrían demolerlos en forma activa.
La demolición silenciosa la sufren numerosos inmuebles en Buenos Aires, pero algunos por su valor y singularidad ya son un escándalo. Por ejemplo, la Confitería Del Molino, al edificio que ocuparon las tiendas Harrods, la Residencia Maguire en la avenida Alvear e incluso inmuebles de propiedad estatal como el Pabellón del Servicio Postal de la Exposición Ferroviaria y de Transportes Terrestres del Centenario, único que se conserva de los 20 que se construyeron para las celebraciones de 1910, que quedó encerrado entre el Regimiento de Patricios y el estacionamiento de un shopping.
En estos casos, la responsabilidad y el daño causado es doble. Por una parte, se destruye un bien patrimonial y, abusando del derecho de propiedad o incumpliendo los deberes de funcionario público, se desaprovecha un recurso, transformando en ociosos estos inmuebles de altísimo valor patrimonial y que se encuentran estratégicamente ubicados.
La Confitería Del Molino, que está catalogada por la legislación local y es Monumento Histórico Nacional, fue objeto de dos proyectos de expropiación. Uno en el Congreso nacional, presentado por el entonces diputado y actual secretario de Cultura de la Nación, Jorge Coscia, que tuvo media sanción y finalmente naufragó en el Senado; y otro propuesto en la Legislatura porteña, por la ex diputada Teresa de Anchorena, y que logró un dictamen favorable de la Comisión de Patrimonio Arquitectónico que ella presidía, pero que quedó en un cajón de la Comisión de Cultura.
Por supuesto, el Estado no puede hacerse cargo de todos los edificios de valor patrimonial pero, en el caso de la emblemática confitería de Rivadavia y Callao, la propuesta de Anchorena preveía la inmediata concesión del inmueble, manteniendo el uso tradicional y obligando al concesionario a preservar el mobiliario, decoración y demás elementos patrimoniales. Esta iniciativa contaba además con el apoyo de los sindicatos y federaciones empresarias del sector pastelero.
Ahora, un nuevo proyecto en la Legislatura propone que sea destinado a un museo de la democracia, fin loable, aunque no queda muy claro quién se ocupará de mantenerlo si tenemos en cuenta el magro presupuesto que tienen los museos de la Ciudad y tampoco si se preservará su uso como confitería, valor patrimonial intangible de esa tradicional esquina porteña.
Este tipo de iniciativas, aunque prosperen, no eximen al Estado de su responsabilidad frente al deterioro de otros edificios patrimoniales de enorme valor cultural por la desidia de sus propietarios o de los funcionarios que los tienen a cargo. Debe, como mínimo, exigirse su buena conservación y uso, y sancionar a quienes por acción u omisión contribuyan a su destrucción.
Tolerar la demolición silenciosa de estos edificios y no sancionar a sus responsables simplemente porque no lo demuelen con una piqueta en pocas horas, es como admitir que es un delito el homicidio, pero pretender que no se sancione a alguien que encierra a una persona y la deja morir lentamente por deshidratación y hambre.
Esto sucede con nuestro patrimonio más valioso, poco a poco lo vamos perdiendo y las autoridades, en una actitud cómplice, permanecen impávidas frente a su destrucción silenciosa e irremediable.
* Licenciado en Relaciones Internacionales. Magister en Gestión Cultural por la Universidad de Alcalá de Henares -
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