› Por Facundo de Almeida*
Hasta hace unos años la protección del patrimonio arquitectónico era materia opinable. Había quienes que por formación, tradición, sentido común, buen criterio, respeto por la labor de sus antepasados, visión para los buenos y sanos negocios, o sencillamente por placer estético, consideraban que era necesario preservar el patrimonio construido.
En Buenos Aires, tal vez, el ejemplo más cabal de este tipo de ciudadano comprometido con el patrimonio cultural fue –y sigue siendo– el arquitecto José María Peña, y muchos propietarios que vieron multiplicarse el valor de sus inmuebles en San Telmo deberían estarle eternamente agradecidos. Igual que el conjunto de los porteños que pudieron conservar, al menos en parte, el Casco Histórico.
Otros, por ignorancia, desidia, avaricia, falta de sentido común, o por creer erróneamente que toda construcción contemporánea era un signo de progreso, pensaban que lo “viejo” no tenía ningún valor y que simplemente estaba ocupando una parcela que debía ser destinada a un nuevo edificio. Los ejemplos más destacados de esta segunda postura han logrado el anonimato tras la fachada de sociedades anónimas y fideicomisos.
En 1941 la Ley 12.665 –aún vigente y desactualizada– creó las primeras bases de protección legal del patrimonio, que luego se fueron ampliando con tratados internacionales suscriptos por la Argentina y décadas más tarde se profundizó con la reforma constitucional de 1994, que directamente lo incorporó como un derecho de todos los ciudadanos.
En esa misma línea, las constituciones locales como la de la ciudad de Buenos Aires de 1996 y leyes específicas en las distintas jurisdicciones provinciales fueron creando un entramado legal que ha cambiado completamente el panorama. Aquella materia opinable ha dejado de serlo y se ha transformado en una obligación de los ciudadanos en general y de los funcionarios en particular.
La desprotección o destrucción del patrimonio arquitectónico es ni más ni menos que un acto ilegal que, en algunos casos, puede ser considerado un delito. La ley de 1941 remite al Código Penal para sancionar a quienes destruyen el patrimonio, aunque esa norma limita la responsabilidad a quienes dañen o destruyan un bien ajeno o parcialmente ajeno.
Esto quiere decir que el dueño de un bien protegido puede destruirlo y no recibir una sanción por fuera de las administrativas. Este criterio está completamente desactualizado desde el momento en que la Constitución nacional y los tratados internacionales han equiparado el derecho individual a la propiedad con el derecho colectivo a la preservación del medioambiente y del patrimonio cultural.
En tal sentido hay una clara necesidad de incorporar a la ley penal –como ocurre por ejemplo con la contaminación ambiental– la posibilidad de sancionar a quienes por acción u omisión destruyen nuestro medioambiente urbano y nuestro pasado construido.
En la ciudad de Buenos Aires ocurre algo similar por el flagrante incumplimiento del Poder Ejecutivo de elaborar el régimen de sanciones de la Ley de Patrimonio Cultural que debería incorporar un capítulo al Código Contravencional, destinado a perseguir a quienes por acción u omisión atenten contra el patrimonio.
Sí está prevista la sanción penal para los funcionarios que, en ejercicio de su cargo, permitieran por acción u omisión la destrucción de un bien cultural, ya que estaríamos frente a un incumplimiento de los deberes de funcionario público. Aún no se conocen casos de procesamiento ni condenas en ese sentido.
La inexistencia de sanciones penales individuales y la liviandad y falta de aplicación de las sanciones administrativas incentivan la destrucción del patrimonio (demoliciones nocturnas y sin permiso, abandono y falta de mantenimiento de inmuebles, modificación de denominaciones y alternación de fachadas, etc.) a pesar de su manifiesta ilegalidad.
En otros países existen sanciones penales efectivas e incluso grupos especializados dentro de las fuerzas policiales –como ocurre por ejemplo en la Generalitat de Valencia– dedicados a perseguir a los depredadores patrimoniales. Es hora de que nuestro país cumpla con la Declaración de la Unesco relativa a la destrucción intencional del patrimonio cultural, aprobada por unanimidad en la Conferencia General de la Unesco celebrada en París en 2003.
Este acuerdo internacional pone de relieve la necesidad de que los estados se comprometan a combatir la destrucción intencional por distintos medios, por ejemplo, legislativos, técnicos o administrativos, adoptando “todas las medidas apropiadas, de conformidad con el derecho internacional, para declararse jurídicamente competentes y prever penas efectivas que sancionen a quienes cometan u ordenen actos de destrucción intencional de patrimonio cultural”.
Licenciado en Relaciones Internacionales. Magister en Gestión Cultural por la Universidad de Alcalá de Henares. http://facundodealmeida.wordpress.com.
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