Marta García Falcó y Patricia Méndez acaban de publicar con el Cedodal un libro raramente redondo, por lo completo. Con el modesto título de “cines de Buenos Aires, patrimonio del siglo XX”, la obra es un verdadero catálogo de lo que fue y sigue siendo uno de los lugares públicos favoritos de esta ciudad. Entre 1896 y 2010 se construyeron en esta ciudad más de trescientos cines y pronto se estableció una característica tipológica fácil de reconocer: un cine como la gente debía ser impactante, un espacio de lujo, lo mejor posible y lo mejor del barrio.
Cuesta imaginarse una Buenos Aires sin cine, pero antes de la novedad tecnológica ya había 40 teatros en la ciudad y un número notable de compañías de ópera. La primera función de cine –una “vista”— fue organizada en 1894 la tienda de la firma Edison en Florida 334, un edificio que sigue ahí cachuzo e invadido de locales mal hechos. La novedad llegaba a Argentina en el mismo año en que había sido estrenada en Nueva York. Dos años después se estrenaban nuevas técnicas, llegaban los proyectores Lumière franceses y se publicaba la primera crítica cinematográfica en el diario Tribuna. En 1898 se estrenan las primeras filmaciones locales y la palabra biógrafo ya estaba instalada.
Estos primeros experimentos no funcionaban por argumento o historia, sino por la mera novedad de ver el movimiento de las imágenes. Por eso, las vistas se exhibían tanto en plazas como teatros, entre funciones “de verdad”, y en infinitas ferias y encuentros. El primer cine es el Salón Florida, inaugurado en 1900 sobre la base de algo llamado Palacio Novedades, donde ya se habían mostrado películas, pero era más bien una tienda.
La explosión es inmediata. En 1901 se abren tres cines, en 1902 otro y a partir de 1906 la lista se hace larga, con nombres ya históricos como Politeama o Splendid Theatre, que luego pasaría a ser “Grand”. La primera sala de lujo la diseña Jacques Dunant y se inaugura en 1909 en Corrientes y Maipú como el Ateneo. El cambio se entiende porque ya había treinta salas en la ciudad y había que competir, aunque la arquitectura seguía siendo moderada –exótica, algo fantástica, pero nada fuera de lo común– y la escala modesta. Hasta la década del treinta, el único cine realmente imponente es el viejo Astral, en la todavía calle Corrientes.
Luego llegan los treinta, con su explosión de los medios masivos, el segundo sistema de radio del mundo y el nacimiento del cine como un edificio masivo, un palacio. Prebisch construye el Gran Rex, Virsoro remodela el Capitol, Joselevich hace el Metropolitan, Moret el Ambassador, Kalnay el Broadway, Bourdon el Opera. Barrios como Flores se pueblan de grandes cines Art Deco y racionalistas y a nadie le extraña ver un espacio de 1800 localidades por aquellos rumbos.
Como se sabe, el DVD y el multicine ya hicieron muy rara la experiencia de entrar a una caverna a ver una película. Falcó y Méndez completan su historia con una lista de cines, el estado en que están y sus usos, incluidos cambios de nombres. También hay una sección sobre los grandes arquitectos que diseñaron salas y otra sobre veinte cines que hicieron historia, con fotos del momento de sus estrenos. Todo el libro, de paso, es una muestra de investigación y documentación.
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