La empresa de aguas –sea OSN, una privada o la más reciente AySA– nos tiene ya acostumbrados a excelentes libros sobre su patrimonio. Y esta empresa tiene la mejor, más vasta y de las más antiguas colecciones de edificios patrimoniales, repartidos por el país entero. Ni los ferrocarriles siquiera le llegan a esta colección de los tiempos en que hasta los galpones se edificaban con un ojo atento a la belleza.
AySA acaba de editar Historias del agua en Buenos Aires: de aljibes, aguateros y aguas corrientes, con la investigación y textos de Jorge Tartarini, un erudito del tema, con la colaboración de Celina Noya, Paulina Gamberg e Iván Garnica. El libro es un formidable álbum gráfico deliberadamente pensado como los que se editaron de a docenas para el primer Centenario, con la idea de contar la historia del agua desde la colonia hasta hoy. La investigación fue notable y las páginas incluyen maravillas raramente vistas.
Por ejemplo, el rarísimo grabado alemán publicado en 1810 en Berlín que muestra una ciudad imaginaria, una Buenos Aires de cúpulas barrocas, más Praga que otra cosa, con el detalle exótico de carretas de bueyes en primer plano. O una serie de fotos viejísimas de aljibes en casas porteñas unánimemente demolidas, que los muestran no como un adorno histórico sino como la única fuente de agua disponible, en uso. O varios mapas que permiten descubrir la notable estabilidad de los nombres de calles de nuestra ciudad. Por ejemplo, uno de 1822 que muestra una Buenos Aires que iba del Bajo a Callao y de Brasil a Santa Fe, pero que ya tenía casi todos los nombres actuales del centro.
En el palacio de las Aguas de Córdoba y Riobamba se guardan miles de planos originales de esta ciudad, de cuando era obligatorio presentarlos para conectarse a esa novedad maravillosa, la red de agua corriente. Entre las maravillas ahí guardadas hay miles de fotos que causan unas urgentes ganas de llorar por los edificios perdidos y la inmensa coherencia estética de zonas enteras del tejido urbano. También queda claro el prestigio de la empresa de aguas y su expresión en arquitecturas de primer orden.
Por ejemplo, en lo que era la Planta Recoleta, que ocupaba los parques donde hoy está Bellas Artes, la avenida Libertador y la ridícula flor de acero. En esos tiempos viejos, Libertador terminaba abruptamente a la altura de Pueyrredón, Alcorta no existía y la que se estiraba hacia el norte era la avenida Alvear, sobre la que se levantaba una fábrica de agua en el más puro estilo italiano. Cuando esta planta fue demolida para ganarle parques al barrio, se construyó allá en el lejano Núñez su reemplazo, también con arquitectura italianizada de primer nivel. Y se hizo algo hoy insólito, imposible: se reconstruyó la Casa de Bombas de Recoleta, copiada exactamente porque era un ejercicio de palladianismo tan hermoso que nadie aguantaba la idea de perderla. Hoy es un museo en la Planta San Martín y la foto muestra cómo era la original.
En fin, con textos inteligentes y semejante gráfica, y con toques de humor como un texto médico de 1910 mostrando qué sano era bañarse con ilustraciones de una gordita desnuda, este libro es un catálogo de deleites para cualquiera que aprecie el patrimonio.
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