Alguien está haciendo una obra sin permiso en el viejo asilo de la calle Sánchez de Bustamante. La ciudad se tomó dos semanas para ir de inspección y lo que pasó entonces deja en claro qué fácil es quebrar la ley.
› Por Sergio Kiernan
La tristeza de apreciar el patrimonio edificado de Buenos Aires aumenta gravemente la sensación de completa desprotección, de vale todo, en que vivimos. Esto no es sólo por la clara, notable influencia de los lobbies bien pagos sobre funcionarios y políticas. Es también porque literalmente –literalmente– el gobierno porteño parece incapaz de controlar prácticamente nada en la ciudad. Demoliciones, obras sin permiso, cambios de uso se hacen y se repiten ante la impotencia completa del gobierno (de éste y de todos los anteriores). Un caso agudo de un edificio grande en pleno Barrio Norte permitió esta semana apreciar a qué grado llega el problema.
En un breve encuentro reciente con este suplemento, el subsecretario Héctor Lostri dijo al pasar que la ciudad no puede poner un inspector en cada cuadra para vigilar cada obra. El comentario era cuerdo porque se estaba hablando de la necesidad de que los vecinos avisaran y cuidaran su ciudad. A principios de este mes, sucedió justamente esto: el fotógrafo Aldo Sessa y el artista Nicolás García Uriburu avisaron que había una obra clandestina en Sánchez de Bustamante 2351, entre Melo y French, justo atrás del Hospital Rivadavia.
El caso supera por mucho el habitual tema de una casa o petit hotel donde se realizan macanas. Esa dirección es la del viejo Asilo de Hombres de la orden de San Vicente de Paul, un edificio muy grande y viejo de más de un siglo. El doble terreno tiene una fachada de dos pisos, con ventanas verticales de noble enrejado y un gran portón principal a un zaguán. Por ahí se entraba a un gran patio cuadrado con galerías que protegían las puertas de decenas de piezas de alojamiento. El lugar parecía un gran conventillo bien llevado, un sobreviviente de otra era.
Resulta que la orden lo vendió el año pasado a alguien decidido a hacer un negocio. El edificio no puede demolerse y listo –es muy, muy anterior a 1941– y ni siquiera el puntillismo del CAAP hace pensar que autorizarían destruirlo. Con lo que las obras empezaron en los primeros días de julio, arrancando con una bella tapiada del portón, del que se ve ahora una puertita blanca del peor material posible.
El caserón tiene celosías de metal cerradas, de modo que desde la puerta no se pueda ver qué pasa adentro. No hay cartel de obra y en el gobierno porteño no tienen registro de ningún pedido de permiso. Este jueves, a las 13.00, una celosía de planta baja estaba abierta a medias y permitía ver que en el ambiente inmediato se apilaban maderos cubiertos de material, que en el patio había montañas de escombros y que se había realizado una demolición parcial. Los vecinos afirman que los martillazos y ruidos de obra son cotidianos.
Sessa y García Uriburu se comunicaron con el defensor adjunto porteño Gerardo Gómez Coronado, persona muy atenta a estos temas. Gómez Coronado se comunicó el jueves 8 de julio con la oficina encargada de estas cosas del gobierno porteño, que por una vez en la vida tiene un nombre comprensible y evidente: Dirección General de Fiscalización y Control de Obras.
Importante destacar: un funcionario de la oficina pública que dirige la defensora Alicia Pierini se comunica oficialmente por escrito y oficiosamente por teléfono con otra oficina pública, para pedir una inspección al lugar, denunciando una posible infracción.
¿Qué ocurre? Nada en absoluto por dos semanas. Los inspectores de la Dirección General aparecieron por la calle Sánchez de Bustamante en la tarde de este miércoles, 21 de julio, trece días después de recibida la comunicación de lo que podía ser una demolición.
A este paso cansino se le sumó la curiosa actitud de los inspectores. Al llegar, se encontraron con una suerte de portero que les impidió el paso y se negó a decir qué pasaba y de quién era el edificio. Los inspectores, según comunicaron a la Defensoría, se rindieron de inmediato, afirmando que así nada podían hacer. Fin de la cuestión, sin actas, sin clausura, sin ningún gesto que permitiera al menos tratar de ver qué estaba ocurriendo en el lugar.
En el barrio cuentan que el viejo hogar de menesterosos –vieja palabra ya en desuso– puede transformarse en hotel o en departamentos, lo que no está ni mal ni bien. Lo que resulta rarísimo es que se realizan obras sin permiso, lo que este suplemento pudo comprobar en exactos sesenta segundos aunque no tiene el menor poder de policía. La falta de cartel es una infracción en sí y un peligro, y además despierta la sospecha de que un buen día uno se encuentra con un terreno vacío, un hecho consumado para evitar todo límite a la piqueta brava.
Y la anécdota deja en claro que los nuevos dueños del asilo tienen razón nomás: la ciudad no tiene la menor capacidad de controlarlos y nada indica que se vaya a hacer la inversión necesaria para terminar con este problema histórico. Hemos llegado a un punto en que parece que ni hace falta pagar coimas...
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