Cuando se toma en Argentina esa idea tan original del parque nacional, invento de norteamericanos enamorados de sus paisajes, resultó que se alinearon las estrellas. El primerísimo de estos parques fue el Nahuel Huapi, delineado al ladito de esa aldea perdida llamada Bariloche, un lugar para quitar el aliento. Y el primerísimo en diseñar el lugar, en darle una identidad simbólica y material, fue el muy joven talento llamado Alejandro Bustillo. La potencia de su creación en ese paisaje es tal que todavía hoy se habla del “estilo Bariloche”, perfectamente reconocible para el más inocente, de arquitecturas y nombres de autores.
Martha Levisman acaba de publicar Bustillo. En Patagonia, un libro muy hermoso con imágenes de archivo y muchas fotos de alto poder de Andrés Barragán. El tomo, que lo es, deja en claro la aventura que fue mandarse a esos andurriales para construir de la nada y la alegría creativa que fue inventar algo nuevo. Bustillo pudo poner en práctica sus ideas sobre materiales y lugar, texturas y paisaje, influencias y particularidades, arrancando en un eclecticismo de la belleza y la cita que funcionó como pocos. Profundamente europeo como es, pintoresco como se arriesga a ser, el estilo Bariloche resulta específicamente argentino: no hay otro así.
La obra cumbre del paquete es, por supuesto, el Hotel Llao Llao, ilustrado con demora y aprecio por Barragán. Se lo ve insertado en el paisaje, tapado de nieves o bajo el sol, como se lo ve en sus interiores de perfectas proporciones. Este hotel es el tipo de edificio que da ganas de visitar con una larga cinta métrica, para comprobar las matemáticas certeras que lo sostienen. Es un edificio con mucho de clásico pero de una modernidad impecable, enorme pero nada presuntuoso, un lugar para llegar y ser bienvenido.
En las páginas de este libro hay muchas casas particulares realizadas con ideas similares, y con los mismos troncos y piedras del lugar, y divertimentos como la torre Antumalal, una broma medievalista en un paisaje casi bávaro. Hay capillas y oratorios, galpones y casas de huéspedes, la no muy lograda catedral de Bariloche, y las casas originales para los guardaparques, que seguramente despertaron vocaciones por el solo hecho de poder vivir en ellas. En el libro aparecen figuras como el ingeniero Lunde, responsable de buena parte de estas construcciones, y del arquitecto Ernesto de Estrada, autor del Centro Cívico, entre otras cosas tantas veces adjudicadas al más famoso maestro arquitecto.
En fin, justo que anda llegando fin de año, un libro para los amigos aficionados a las cosas de la belleza.
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