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Sábado, 27 de noviembre de 2010

El mayor tesoro construido

Hubo un momento, difícil de creer hoy en día, en que Argentina fue el milagro económico de este mundo. Fines del siglo XIX, un mundo básicamente renacentista, en el sentido de que Europa tenía naciones, las Américas eran una novedad y el resto del planeta eran colonias o “anomalías” –palabra que se usaba abiertamente– como Etiopía, China, Japón y Afganistán, únicos Estados independientes no blancos. Entre las Américas, ya se hablaba mucho de Estados Unidos, por supuesto, y despuntaba el interés por ese país tan lejano, abierto a los inmigrantes, que prosperaba a toda velocidad.

Esa Argentina tomó un par de decisiones que tendrían consecuencias materiales de primer orden. Lo que se quería ser era una gran nación –no Montenegro o Portugal– y por tanto había que construir a lo grande: el país tenía que tener un orden simbólico de primera agua. En ladrillos, esto quiere decir palacios, como los de Europa, como esos edificios increíbles y asombrosos que por allá se usaban también de correo, de biblioteca o de municipalidad. Como en estos sures no hubo nobles, sería el Estado el que construyera este orden simbólico, esta cadena de palacios de uso cívico, puntales de la construcción mental de la nación.

Con el notable apoyo de Nelly Arrieta de Blaquier, patrona de las artes, Fabio Grementieri y Claudia Shmidt cuentan y analizan la parte dedicada a la escuela de ese programa simbólico. Arquitectura, educación y patrimonio: Argentina 1600-1975 es un notable libro que asombra por su riqueza gráfica, ya que pocas veces se ve una semejante investigación. Con lo que también cumple con el deber de acumular información y difundirla, tan poco observado entre nosotros.

Lo que hoy llamamos Argentina era en tiempos coloniales un arrabal, un fin de línea del imperio español recostado sobre la última frontera de indios libres y lejano a las verdaderas ciudades del continente, Lima, México o La Habana. Como la piedra se terminaba en Córdoba, última fundación capaz de mostrar una catedral como la gente, el resto eran adobes peregrinos, líneas horizontales que apenas podían elevarse. Como ilustran Grementieri y Shmidt, las escuelas nacieron en las iglesias y conventos, podían contarse sin mayor esfuerzo y raramente superaban la mayor simplicidad posible. Los ejemplos que nos quedan arrancan a lo sumo en el 1600 y sobreviven en el NOA.

Con la independencia a medio lograr, arranca el primer programa de construcción escolar. Una foto fascinante de este libro es la de una de las escuelas donadas por Belgrano durante la guerra, un edificio sencillo y elegante en Santiago del Estero. La etapa siguiente muestra una abundancia de escuelas más parecidas a casas con galería que a otra cosa, y de edificios más centrales en lenguaje neoclásico muy italiano y sencillo, con pilastras y pedimentos, reja criolla y zaguán. Es a partir de la década del 1880 que los presupuestos estallan y surgen las escuelas-palacio, por encones lo más grande de lejos en sus zonas.

Lo que queda demostrado con dos fotos notables en la página 28 que muestran al Normal 1 y a la escuela Petronila Rodríguez –el actual palacio Pizzurno– a medio terminar: parecen rascacielos en una urbe de planta baja. El libro se transforma a partir de esta fase en un catálogo de delicias, con escuelas en todos los estilos institucionales posibles, en todas las instertilizaciones pensables, con todos los rusticados inventados jamás. Hay grupos escultóricos, columnatas, pilastras, balcones, ornamentos, mansardas, torretas, cúpulas. En grandes ciudades o pueblos menores, se construyen con toda premeditación como espacios de amplitud y lujo visual abiertos a la comunidad. Se hacen tantas escuelas que ni hay tiempo de diseñarlas realmente y se repite la plancheta con resultados gloriosos. Carlos Morra, prolífico arquitecto del Consejo Nacional de Educación, construyó en 1901 tres escuelas básicamente idénticas en terrenos diferentes de la ciudad, variando el orden y la ubicación de los mismos elementos con soltura de virtuoso. De paso, este libro es un merecido rescate de Morra, alzador de escuelas, al que le debemos esa maravilla que es la Roca en la calle Libertad, la escuela romana al frente del Colón, y la manía culterana de inscribir “Liber Liberat” en los frentes de estos edificios.

Ver este tomo es asombrarse por la vasta cantidad de dinero invertida en crear escuelas y el muy alto vuelo de la imaginación con que se concibieron. El catálogo va mostrando cada período de modernidad posible, cada último momento del paradigma escolar. Hay obras simplemente asombrosas, como el vasto La Salle de Córdoba, de Olmedo y Acosta, que para 1936 puede ser considerado un último estallido del Modernismo a la catalana. También se encuentran ejercicios en todas las preferencias nacionales de vanguardia –neohispanismos, californianos, art decos, racionalismos– y citas que van del eduardiano del St George en Quilmes al plateresco de la Universidad del Litoral en Santa Fe.

Hay acentos en este libro que son para agradecer. Uno es la inclusión de muchos salones de actos, verdaderos teatros que en algunos casos arañan la grandeza. Otro es catalogar tantas escalinatas, que obviamente fueron pensadas como ejercicio estético y ámbitos de ceremonia por los diseñadores. Y otro es irse un poco a la periferia del concepto y hacerles lugar a los hogares-escuela y a artefactos indefinibles como la República de los Niños, concebida como una herramienta educativa.

La última parte del libro deja, después de semejante festín, un sinsabor de hormigón mal pensado. Pocos edificios educativos a partir de la década del sesenta resisten la comparación con sus predecesores, aunque algunos son sorprendentemente grandes y llevan firmas de famosos. Con honrosas excepciones, estas fotos, dibujos y renders muestran que los arquitectos de hoy confunden repetición con coherencia estilística.

El capítulo final es la historia de una restauración y puesta en valor de un edificio escolar capitaneada por Grementieri en Mendoza, como tesis sobre cuánta vida y uso les cabe a estos edificios. Y también como crítica a las intervenciones mal hechas y llamado a la preservación de este notable tesoro cultural, la mayor colección de patrimonio de la nación.

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