Sáb 15.01.2011
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El triunfo del sentido común

Hace medio siglo se publicaba La muerte y la vida de las grandes ciudades, la obra de Jane Jacobs que cambió el concepto de ciudad y de urbanismo, introduciendo la visión del que la habita, combatiendo las teorías y levantando la exigencia a los funcionarios.

› Por Sergio Kiernan

Fue la más feroz, eficiente e influyente crítica del planeamiento urbano en Estados Unidos, la creadora de un nuevo paradigma. Y era una mujer diminuta, amable, bastante idealista, estupenda escritora y universitaria con curso incompleto. Jane Jacobs introdujo en la crítica a las ciudades algo que faltaba hacía rato: el sentido común de los que viven en esas ciudades y son sus dueños. Y le bastó apenas un libro, La muerte y la vida de las grandes ciudades, para dejar como pajarones a los que siguen diciendo que los que no son arquitectos tienen que aceptar y callarse las modas de los profesionales. De un plumazo, de un librazo, Jacobs demostró qué presumido y vacío es ese slogan. Este año se cumplen cincuenta de la publicación de su primera y más famosa obra, algo que será festejado en todas las latitudes donde se piensan las ciudades.

Jacobs nació en 1916 en la ciudad minera de Scranton, en Pennsylvania, hija de un médico con una buena y próspera práctica en ese lugar de accidentes y huelgas duras. Pero la joven Butzner se aburría y apenas terminó la secundaria se tomó el tren a la gran ciudad: Nueva York se ganaba una vecina que daría que hablar.

Era la Gran Depresión y la joven Jane no tenía más que trabajos ocasionales, boyando entre el periodismo free-lance y la taquigrafía por horas. En esos años de monedero flaco se acostumbró a caminar y caminar, pasando los días libres usando y observando la ciudad, tratando de entender por qué algunas zonas funcionaban y otras no. A la vez hacía cursos sueltos de sociología y de física, su otro gran amor, en la Universidad de Columbia.

Durante la guerra pasan dos cosas que formarían su carrera. Una es que comenzó a trabajar regularmente en la prestigiosa revista Architectural Forum, donde gradualmente se especializó en urbanismo. La otra es que conoció al arquitecto Robert Jacobs, se casó y se mudó a Greenwich Village, que todavía no era un barrio bohemio y mantenía la mezcla de clases sociales, de fábricas pequeñas, talleres y residencias, que caracterizaba a la mitad inferior de la isla de Manhattan.

La segunda cosa que pasó fue que el gobierno de Nueva York descubrió el planeamiento urbano moderno en la persona de Robert Moses, el asesor del mítico intendente Fiorello La Guardia. Moses se las arregló para destruir buena parte de la escala del viejo Nueva York, construyendo torres, autopistas y túneles con fondos federales. Para los ’50, con sus hijos pequeños y ya afirmada como crítica de temas urbanos, Jacobs peleaba con Moses a cara cerrada y en términos cada vez más amplios. Es en ese momento en que comienza a trabajar en su libro, publicado en 1961.

La definición de la obra es tajante y está en el primer párrafo del primer capítulo: “Este libro es un ataque al actual planeamiento y reconstrucción urbanos. Es también, y principalmente, un intento de presentar nuevos principios de planeamiento y renovación, diferentes y hasta opuestos a los que se enseñan hoy en todas partes, de las escuelas de arquitectura a los suplementos dominicales y las revistas femeninas. Mi ataque no se basa en detalles sobre métodos de renovación o en bizantinismos sobre modas en diseño. Es, en realidad, un ataque a los principios y objetivos que han formado el planeamiento y la renovación ortodoxos de la modernidad”.

La verdadera polémica y lo que hizo de La muerte y la vida de las grandes ciudades un clásico y un texto básico es su profundo ataque a la teorización rampante. Jacobs observa la ciudad real, viendo qué funciona y qué no, y por qué. Su punto de vista es el de la vereda, el del usuario, el que vive y trabaja en el tejido urbano, el que cría niños y usa los parques, el que va trabajar y considera esa criatura original llamada ciudad su hogar y ecología naturales. Esta ciudad tiene un nivel de realismo material y es una ciudad que debe ser respetado. Jacobs no tiene demasiado uso para el esteticismo de la City Beautiful, pero lo considera parte de la ciudad por su énfasis en los parques, en el ornamento público y la calidad de los edificios. La pelea empieza con los racionalismos diversos y en particular con las teorías que consideran superior el suburbio, el barrio parque y la baja densidad. Y la pelea se agrava con el adorado Le Corbusier, a quien Jacobs considera frescamente un desubicado, y con el planeamiento moderno de autopistas y torres aisladas de su entorno.

En contraposición a renders y ciudades radiantes, Jacobs arranca desde la vereda, literalmente. El primer capítulo de su libro se titula “La particular naturaleza de las ciudades” y tiene tres secciones dedicadas a los usos de las veredas: seguridad, contacto y la asimilación de los chicos. Lo que plantea la autora es que un barrio funcionando debidamente, con la debida mezcla de usos y personas, es capaz de contener y proteger a quienes pasan por allí, sean vecinos o ajenos. Esto se explica con ejemplos muy concretos de accidentes y problemas atendidos por vecinos, de esquinas que dan miedo y esquinas donde se espera el colectivo en paz. También se habla en los mismos términos de chicos jugando en la vereda y siendo “educados” por la comunidad, y de la vereda como espacio de contacto social entre desconocidos y personas muy diferentes, que agudamente es definida como la función más importante de las ciudades.

Lo mismo se aplica a los parques, a los monoblocks, a las avenidas comerciales: razones concretas para éxitos o fracasos concretos. Jacobs hasta explica, con tanta caminata, por qué las cuadras cortas son mejores que las largas, cómo es suicida destruir el patrimonio edificado y cuánto daño hacen los autos a los barrios. El centro exacto de su utopía urbana es la diversidad, de usos y de gentes, y asumir que la función principal de una ciudad es crear contactos. Uno de sus capítulos más brillantes e influyentes es el que estudia los monobloques construidos por Moses como solución para los problemas sociales. Moses masacró barrios enteros de Nueva York, cuadras y cuadras de edificios pequeños y en mal estado donde se vivía mal y se exhibían las patologías de la vida urbana. El reemplazo fueron hectáreas de césped con bloques de departamentos aislados en sus plazas, con centros urbanos en los grandes patios internos formados por cuatro o más bloques. El resultado fue una patología urbana aún mayor, por la pérdida de todo sentido de comunidad. Los habitantes de estos edificios se vieron físicamente separados de sus vecinos, en un diseño que hacía que los transeúntes literalmente cruzaran la calle y caminaran por el otro borde, el que mantenía la normalidad de edificios variados, comercios y la línea municipal continua. Harlem quedó marcada por décadas por estos experimentos en ingeniería social.

Leída en la Argentina medio siglo después, la obra de Jacobs es un arsenal de ideas y de explicaciones contra la presunción de los teóricos y de los vagonetas en función. La pena es que su obra sea casi inaccesible entre nosotros: su libro mayor se editó en España en 1967 y se reeditó en 1973, y su segunda obra sobre urbanismo, La economía de las ciudades, se editó en 1971 por única vez. Las copias son casi inhallables y la que existe en la biblioteca de la Sociedad Central de Arquitectos no se consulta desde los ‘90. Jacobs vive en castellano en Internet y en los apuntes de ciertos profesores que les dan a sus estudiantes una salida a la ortodoxia. Lo curioso del asunto es que cada vez que se hace una audiencia pública y los vecinos explican su oposición a la última genialidad municipal, los argumentos parecen salidos de las páginas de Jacobs...

Jane Jacobs murió en Canadá en 2006, diminuta y con noventa años. Hay un premio que lleva su nombre y no es para arquitectos ni urbanistas: se lo dan sus seguidores a algún civil que haga algo por su comunidad y su barrio. Entre los ganadores figuró un almacenero que se dedicó a limpiar su esquina de vendedores de droga para que los chicos pudieran jugar ahí otra vez.

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