› Por Facundo de Almeida *
En la última sesión del año pasado la Legislatura porteña sancionó la prórroga de la ley 3056, que obliga a los propietarios de inmuebles construidos antes de 1941 a solicitar una autorización especial del Consejo Asesor de Asuntos Patrimoniales cuando pretendan modificarlos o demolerlos.
Como casi siempre –y por suerte al menos ocurrió eso, porque de lo contrario hoy habría demoliciones de edificios patrimoniales en cada cuadra de la ciudad– la Legislatura optó por resolver lo urgente, pero sin tomar las medidas de fondo que hagan eficiente al sistema de protección patrimonial.
Esperemos que en 2011, a pesar de los riesgos que representa para la labor parlamentaria la sucesión de elecciones locales y nacionales, los diputados porteños se aboquen al estudio y aprobación de leyes que finalmente establezcan mecanismos efectivos de protección, sanciones para quienes no los cumplan, e incentivos que permitan lograr la sustentabilidad económica del patrimonio arquitectónico.
El primer desafío que enfrentarán los diputados será armonizar una legislación que se produjo en forma espasmódica, provocando un cuerpo normativo incoherente e incompleto.
Por una parte, es imprescindible reformular el marco normativo de protección que hoy está repartido entre la sección X del Código de Planeamiento Urbano y la ley 1227 de protección del patrimonio cultural.
El primero le otorga la autoridad sobre el tema al Ministerio de Desarrollo Urbano –que al decir del editor de este suplemento es como designar a Drácula al frente de banco de sangre–, y el otro a la Subsecretaria de Cultura, que hasta ahora se comportó como los tres monos místicos japoneses: Kikazaru (no oye), Iwazaru (no habla) y Mizaru (no ve).
La solución podría ser la sanción de un Código de Preservación del Patrimonio Cultural que reúna en un solo lugar, con claridad y contundencia, los postulados de protección. Los proyectos de ley de patrimonio cultural que se encuentran en tratamiento en las provincias de Jujuy y Entre Ríos son buenos ejemplos.
También debería incluir un régimen de sanciones –como capítulo del Código de Contravenciones, tal como lo preveía el acertado proyecto que elaboró en su momento la Subsecretaría de Cultura–, hoy sólo presentes en forma muy tenue en el Código de Edificación y en el de Planeamiento, y absolutamente inexistentes en la ley de patrimonio cultural, a pesar de que debería haberse cumplido con ese requisito hace ya siete años.
En el Código de Patrimonio debería insistirse con la creación de un fondo de estímulo a la restauración del patrimonio, otro de los incumplimientos legales de este gobierno y sus antecesores inmediatos, y simplificarse y hacerse operativo el mecanismo de compensación que prevé el Código de Planeamiento, denominado transferencia de la capacidad constructiva.
Finalmente, otra cuestión urgente a resolver es la institucionalidad del tema patrimonial. La superposición y diversificación de organismos responsables dentro de la estructura del poder ejecutivo de la ciudad hace en la práctica que todos ellos sean incapaces de abordar esta problemática como corresponde.
La respuesta debería ser la creación de un organismo autárquico con dependencia directa del jefe de Gobierno, bajo control legislativo, y con cargos ejecutivos rentados que permitan una dedicación del ciento por ciento, garantizando además la participación ciudadana en las decisiones, y con el asesoramiento de la Comisión para la Preservación del Patrimonio Histórico-Cultural.
Parece demasiado para un año en que la cabeza de funcionarios y legisladores estará más en las elecciones que en su obligación constitucional de gobernar, pero incluso si solo se centran en sus preocupaciones electorales, no deben olvidar que los ciudadanos han colocado el tema patrimonial en la agenda política, y que también pensarán en ello al momento de decidir su voto.
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