Sábado, 13 de agosto de 2011 | Hoy
Por Facundo de Almeida
Las medidas que el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires disponga como respuesta al anuncio del próximo cierre de la confitería Richmond y su transformación en una tienda de venta de zapatillas importadas, permitirán dilucidar dos cuestiones.
La primera es saber si el Ejecutivo porteño va a hacer cumplir la ley. La segunda, si la condición de “Capital Cultural de América Latina” que le auguran a Buenos Aires es apenas un slogan. O si, por el contrario, el Ministerio de Cultura está dispuesto a preservar el patrimonio cultural frente a los intereses económicos inmediatos y mezquinos, para garantizar el ejercicio de un derecho colectivo de carácter constitucional.
La confitería Richmond es un Bar Notable, eso es indiscutible, y conforma con su edificio y su uso –confitería– un patrimonio material e inmaterial indisoluble. Junto a otros bares también notables, representan uno de los caracteres más distintivos del patrimonio cultural porteño.
La figura de “Bar Notable” tuvo sus orígenes en un libro publicado en 1999, impulsado por la entonces subsecretaria de Cultura Teresa de Anchorena, que reunió algo más de 40 bares y confiterías históricas de la Ciudad de Buenos Aires. Al puntapié inicial le siguió la sanción de la Ley 35, que creó la “Comisión de Protección y Promoción de los Cafés, Bares, Billares y Confiterías Notables de la Ciudad de Buenos Aires”, integrada por los sectores público y privado.
Esta comisión tiene como tarea principal determinar qué bares son notables y llevar un registro que les otorga una distinción. Y a la vez, como veremos, un altísimo grado de protección patrimonial.
Esta protección quedó de manifiesto hace unos años, cuando en forma simultánea estuvieron en peligro de desaparición los bares Británico y El Gato Negro, ambos incluidos en el registro de la Ley 35. La ley 1227, que creó el régimen de protección del patrimonio cultural de la Ciudad de Buenos Aires, contempla en su artículo 9º, inc. a), una disposición muy precisa. Establece que se consideran protegidos por esa norma “todos aquellos bienes culturales registrados en organismos del Gobierno de la Ciudad”.
Es decir que en estos casos no hace falta una declaración expresa, sino que simplemente, por tratarse de bienes culturales y estar registrados de algún modo en el Gobierno de la Ciudad, se encuentran amparados por esa ley y están alcanzados por todas las disposiciones que esta contiene. No se trata de una interpretación de este columnista, sino de algo que la Justicia porteña –en primera instancia y luego en la Cámara de Apelaciones en lo Contencioso Administrativo y Tributario– determinó en las sentencias dictadas en el expediente “Anchorena, Teresa c/ GCBA s/amparo (Art. 14º CCABA) - Expte. 20036/0”, en lo referido al Bar Británico y al Gato Negro.
Podría decir un abogado, y con razón, que las resoluciones de la Justicia en un caso particular no pueden extenderse a otros, aunque éstos sean idénticos. Pero lo relevante es que en ese caso el gobierno porteño se allanó a la demanda, esto es que sin dar pelea admitió que esos argumentos eran válidos y que efectivamente los bares notables estaban protegidos por la Ley 1227. Entonces expresó oficialmente que se habían “cursado notificaciones a los propietarios, inquilinos y ocupantes de los Bares Británico y Gato Negro, poniendo en su conocimiento que deben preservar el patrimonio cultural y abstenerse de realizar intervenciones que modifiquen el mobiliario, ornamentación y equipamiento propio de los mismos, como así también los espacios de interés público y cualquier otro elemento originario que se encuentre, como surge de la Nota Nº 321-PGAAC-2006, de la Dirección General, Técnico Administrativa Legal del Ministerio de Cultura, del 18/4/2006”.
Por si esto fuera poco, el gobierno porteño le dijo al juez que “a raíz del conflicto entre los propietarios e inquilinos de los locales, la Subsecretaría de Patrimonio Cultural –centrada en el interés de lograr la continuidad de esos sitios por ser representativos de la cultura porteña y estar protegidos por la normativa vigente– tomó contacto con las partes”.
El Ministerio de Cultura debería imitar ahora con los dueños de la Richmond esa iniciativa –provocada en su momento, es cierto, por la presión ciudadana, política y judicial–, y poner en marcha sin más trámite los mecanismos administrativos previstos en la ley y en su reglamentación. Esto es, impedir el cambio de uso, preservar el inmueble, proteger el mobiliario e incluso prohibir el cambio de nombre de la confitería Richmond.
También el Ministerio de Cultura porteño debería cuestionar judicialmente –si esto fue lo que sucedió– la venta del inmueble, porque al estar protegido por la Ley 1227, la enajenación debería haber contado con la intervención previa del gobierno porteño, que además tiene preferencia de compra, según lo dispuesto por el artículo 14º de la citada ley.
Lo más grave aquí es que se llega a esta situación por el incumplimiento de la Subsecretaria de Patrimonio Cultural en la implementación del registro único de bienes culturales previsto por el artículo 12º de la ley 1227, donde deberían estar incluidos los bares notables, tal como lo exigió la Justicia con el Británico y El Gato Negro.
No hay duda: la confitería Richmond está protegida por la Ley 1227 y su preservación como bien integrante del patrimonio cultural porteño o su desaparición sólo depende de una decisión del Ministerio de Cultura de la Ciudad que pasa por cumplir o no la ley. A los funcionarios que no la cumplen, el Código Penal les tiene reservado un artículo.
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