Sáb 10.09.2011
m2

Medio siglo de diseño

Con cincuenta años de práctica en su haber, su libro Señal de diseño reeditado y premios varios, una charla en el día de su cumpleaños con Ronald Shakespear, marca registrada de nuestra gráfica urbana.

› Por Luján Cambariere

En muchas de sus conferencias no media la tecnología. Bastan su pipa y sus cientos de frases, cuentos y anécdotas. Es que con tantos proyectos de diseño de esos que conocemos todos (la manito de la parada de taxis de la señalización urbana de Buenos Aires junto a Gonzalez Ruiz, el Subte, los Hospitales Municipales junto a Raúl Shakespear, Temaikèn, el Tren de la Costa, Boca Juniors, entre cientos de otros megaproyectos y más de 1600 marcas). Importantes premios (Lápiz de Plata al Diseñador del Año, Premio Konex, Premio Klaukol-Cayc a la Trayectoria, Golden Brain y el Segd Fellow Award de la Society of Environmental Graphic Design). Muestras (Katzen Arts Center de Washington, AIA Branch House de Richmond, el Museo Nacional de Bellas Artes, la Bienal del Cartel de Xalapa y el Centro Borges). Y sobre todo tanta vida (su estudio cumplió 50 años) dedicada al diseño, el “Shakespear sin e”, Ronald, quién otro, no necesita pirotecnia alguna para cautivar a su audiencia, aunque hoy sí una velita, porque cumple años y desde m2 lo festejamos con un reportaje-homenaje.

–Cincuenta años es mucho. ¿Qué es lo más interesante que ha aprendido a lo largo de este tiempo en el ámbito del diseño?

–Para quien como yo, no ha transitado el claustro en su juventud y considerando todo lo que he recibido de mi país, seguramente lo más importante han sido los años de mi cátedra en la FADU. Me enseñaron a aprender-a-aprender. He recorrido cuarenta escuelas del mundo y jamás he encontrado una constelación de respuestas como en el Pabellón 3 de Núñez. La UBA fue mágica y recuerdo aquellos años con nostálgica alegría. Mis viejos alumnos me lo recuerdan siempre. Naturalmente, yo fui el que aprendió más. No terminé mi escuela secundaria pero tuve en compensación cinco maestros ejemplares: Rómulo Macció, Juan Carlos Distéfano, Armin Hofmann, Alan Fletcher y Jorge Frascara. Ellos hicieron lo que pudieron. Todo lo demás se debe a mis carencias y mi falta de rigor. Frascara me dijo hace treinta años que mi oficio valía la pena, estuvo siempre cerca y cruzamos juntos medio Canadá dando conferencias, como los cómicos de la legua.

–Dice que “el mejor diseñador es aquel que tiene una oreja grande”... ¿Puede ampliarlo?

–Hago diseño desde hace medio siglo. No tengo una teoría del diseño. He acuñado a duras penas una teoría de la práctica. Pienso que la “oreja grande” es imprescindible para escuchar a la gente, sus desvelos, sus sueños. Finalmente el diseño es para ellos. O el diseño sirve para que la gente viva mejor o no sirve para nada.

–¿Qué otros ingredientes, sobre todo en la formación de un profesional, agregaría a la receta?

–La lectura, sin duda. Yo entré a una biblioteca a los 13 años y nunca me fui. Allí descubrí a Roberto Arlt, Borges, Rodolfo Walsh, Wilde, Leonardo, Thomas Mann, Albert Camus y Macedonio. Más tarde llegaron Daniel Defoe, Dylan Thomas y por supuesto el gran Alan Fletcher (descansa en paz, viejo amigo), quien me llevó de la mano a descubrir a Jock Kinneir, aquel profeta de “el hombre escribe en minúsculas y grita en mayúsculas”. La mayoría de los jóvenes de hoy leen poco y nada y la chatarra visual que observamos en las calles se debe fundamentalmente a que muchos diseñadores privilegian la computadora sobre el libro. Algunos piensan que la máquina diseña sola, olvidando que la luz en Rembrandt, la palabra en García Márquez y el montaje en Orson Welles son infinitamente más importantes que la tecnología digital. Tuvimos una charla –digamos “virtual”– con Juli Capella, Emilio Ambasz y Luis Grossman acerca de si el diseño sirve para salvar al mundo. Yo aún no sé de qué debe salvarlo pero, pensando que el diccionario de Oxford dice: “Diseño: Plan mental” –nada que ver con dibujar–, puede ser posible que así sea. Diseña un cocinero cuando prepara su menú, diseña la maestra rural cuando organiza su día de clase, diseña un músico cuando compone una partitura. Nada que ver con dibujar. Di-segno: “la señal de Dios”.

–¿Su último libro Señal de diseño, memoria de la práctica, reeditado por Paidós, apunta a su vocación docente?

–Esta es la segunda edición de Señal. Mi amigo Hugo Kogan dijo en la presentación en Rosario “éste no es un libro de diseño. Es un libro de cuentos”. Creo que es el mejor elogio que he escuchado. Yo soy un storyteller, un contador de cuentos. Y uso esos cuentos como metáforas inductivas en el convencimiento de que ayudan a anclar las ideas en la memoria de la audiencia. He contado estas historias con la esperanza que sean de utilidad para alguien. Sería para mí una gran felicidad. No olvidar que no soy una estrella del diseño. Soy apenas un sastre. Lo hice de esta manera. Mi manera. Por otro lado el libro expone las imágenes de nuestra obra de cincuenta años. No se me ocurre hablar de diseño sin el correlato –ineludible– del trabajo construido. Palabra y obra.

–Con tantos trabajos de señalética en su haber, ¿cuál o cuáles son las claves en esto de saber señalar el camino?

–“Si no sabes a dónde vas, todos los caminos te llevarán allí”, ha dicho Lewis Carrol. Mis hijos y yo hemos hecho de la señalización una forma de mirar el oficio. Los megas realizados estos años han visitado las páginas de libros y revistas de diseño de todo el mundo como Domus, Eye, Abitare, Sign Graphics, Novum, Experimenta, Archigraphia, y han sido expuestos en museos de todo el mundo, incluyendo el Centro Pompidou o la Triennale de Milán. Se cree habitualmente que las señales son instrumentos para conducir los flujos peatonales y vehiculares –lo que es cierto–, pero fundamentalmente son los constructores de la identidad de las ciudades. En el 2008 me dieron el Segd Fellow Award de la Sociedad de Diseño Ambiental en Estados Unidos, que por primera vez recibió a un latinoamericano. El premio fue otorgado en años anteriores a Lance Wyman, Massimo Vigneli, Robert Venturi, Deborah Sussman, Ivan Chermayeff, entre otros. A veces pienso que no lo estamos haciendo mal. Por otro lado estos premios se los dan a los “viejitos” antes de partir. En el duro trabajo de construir a Stevens, ese maravilloso personaje del sirviente, para el film Lo que queda del día, Anthony Hopkins sufrió las tribulaciones habituales del caso. James Ivory, el director, le recomendó tener una charla con un viejo mayordomo de Windsor, ya retirado. Hopkins y el hombre se encontraron a tomar el té, por supuesto, y entablaron una larga y encantadora charla. Sin embargo, cuando el mayordomo ya se retiraba, Hopkins tuvo la sensación de que aquél no le había aclarado nada en concreto. Ya en la puerta, el actor insistió: “Dígame, finalmente, ¿qué es un sirviente?” El viejo mayordomo dudó un instante y luego dijo: “Un sirviente es alguien que, cuando entra a una habitación vacía, hace que ésta parezca aún más vacía que antes”. Siempre he pensado que este tierno cuento de Hopkins expresa claramente la naturaleza de mi oficio terrestre.

–¿Y en la vida?

–El mayor privilegio que he tenido en la vida es trabajar con mis hijos Lorenzo –DG Uba– y Juan –DI Uba–. Ellos son hoy el motor de la nave y su madre –Elena– una acuarelista notable, les ha legado de una sensibilidad exquisita. El barco está en buenas manos. Yo he pasado a ser el grumete.

–¿El diseño de ese tipo tiene que tener ritmo?

–Tiene que tener secuencialidad y previsibilidad. La secuencialidad en los sistemas de señalización establece el ritmo en el cual el usuario se reencuentra con los estímulos visuales. La previsibilidad es un acto cultural que prevé un seguro a la expectativa de la gente. Ejemplo: la señal de nomenclatura se encuentra localizada –a veces– en cada esquina. Las señales son una promesa que ha de ser cumplida.

–¿Cuáles son sus herramientas más importantes? Una fuente, el color...

–La intuición antes que nada. Luego la innovación, la estrategia del paisaje, la investigación y el factor humano. La letra, el croma y el emplazamiento vienen después. Para verificar aquella intuición.

–¿Cómo explicaría a alguien su profesión?

–Anna Magnani ha dicho a su maquilladora: “No toques una sola de mis arrugas. Me han costado la vida”. La mayoría cree que lo mío es la estética industrial. Además si uno aclara, siempre oscurece. El diseño está allí y si funciona será seguramente bello y todos lo usarán. Los signos post-lingüísticos requieren por lo general expresión verbal contigua. Sin embargo, hay que considerar los factores culturales. Cuando diseñamos la cigüeña del Materno Infantil, un director me dijo pomposamente: “Shakespear, usted debe saber que a los niños no los trae la cigüeña”. La gente sí lo cree. Y yo también. Según Chesterton, “no es que no puedan ver la solución. No pueden ver el problema”. Por otro lado hay personas que no creen en las señales. Esas encantadoras ancianitas que llegan a la Terminal Cinco de Heathrow, en Londres, tienen un formidable dispositivo de señalización pública a su disposición. Sin embargo, prefieren un buen “bobby” que las lleve a migraciones, al toilette, sostenga sus maletas y el caniche, las acompañe al taxi y recomiende al conductor manejar con cuidado.

–¿Cómo se mide el éxito de su trabajo?

–Por la respuesta de la gente. Dorita, mi mamá que falleció a los 99, me lo decía siempre. También creía que cuando se encendía la luna, yo prendía mi pipa y entonces –entre el humo– aparecían las hadas –desnudas por cierto– y allí surgía la “creatividad”. Confieso que jamás he visto un hada y menos desnuda. Además yo no creo en eso de la creatividad. Un eufemismo dialéctico y antidemocrático que establece que algunas personas están dotadas de poderes mágicos, discriminando a los demás mortales. Mucha gente acuña estas fantasías para explicar lo que les resulta inexplicable. El diseño es una actividad científica que permite resolver problemas humanos ante una necesidad cierta. Puro trabajo.

–¿Qué se siente estar en la calle, Subte, Bombonera?

–A veces alegría. Otras veces, no. El mantenimiento del equipamiento urbano no es una cultura adquirida. En el re-branding del Subte implementado recientemente, hemos rescatado en primera instancia la voz popular Subte. El Subte está anclado en la memoria colectiva de la ciudad y su denominación surge de la gente. En este re-branding (que sucede al realizado por nosotros en 1995) se ha enfatizado la paleta de color que otorga identidad a las diferentes líneas del servicio. Los focus groups realizados por Metrovías expresan claramente la vocación del usuario, en ese sentido. Muchas personas definen el uso cotidiano del servicio así: “Me tomo la verde”, “Me tomo la roja”, “Me tomo la azul”. La recaudación afectiva del Subte es enorme y su relación con la gente se expresa en términos de pertenencia. Las bocas de acceso han sido entonces emblematizadas por un verdadero arco iris urbano en donde la marca es siempre igual con los colores respectivos de cada línea. La amada Helvética del Plan Visual de Buenos Aires fue reemplazada por la eficiente y austera Frutiger. Las señales deben ser atemporales y no sólo deben estar allí donde son requeridas, sino que debe parecer que siempre estuvieron allí. En los andenes del Subte se reemplazó la “epidemia de cartelitos” por una cenefa maestra que recorre los 220 metros de la estación. Así se obtuvo una suerte de cinturón perpetuo que ata la red, como las migas de pan de Hansel y Gretel.

–¿Cuáles cree que son los grandes temas o desafíos para la disciplina hoy?

–Cambiar el paradigma. Pocos planes de estudio establecen que el principal actor es el público. Todavía hay una raza de diseñadores –hoy en proceso de extinción– que piensan al diseño como una forma de “autoexpresión”.

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