› Por Facundo de Almeida
El triunfo electoral parece que envalentonó al macrismo y el bloque PRO de la Legislatura porteña avanza con proyectos de ley otrora rechazados, que seguramente no se hubieran animado a anunciar en voz alta en las fiestitas con globos. En esta categoría entra el proyecto que pretende aprobar un convenio urbanístico por el cual se modifica el destino de las tierras que se ganaron al Río de la Plata y que fueron cedidas al Club Boca Juniors en los sesenta para la construcción de la Ciudad Deportiva.
La historia es sencilla y escandalosa. El lugar se fue rellenando y así se creó una superficie que en la actualidad comprende más de setenta hectáreas. Es decir que se trata de un espacio nuevo, que se le cede a Boca Juniors para un emprendimiento, que –aunque sólo podría disfrutar la mitad más uno– tenía un destino social y quedaría en manos de un club.
Luego, con sucesivas ordenanzas se fue autorizando la construcción de instalaciones deportivas y más tarde se agregó el permiso para un hotel y centro de convenciones. Si bien esto ya era cuestionable, tenía el atenuante de que la rentabilidad de estos emprendimientos estaría destinada a cumplir un fin social. En los ‘90 Boca se desprende de un predio que había recibido en forma gratuita de manos del Estado y se lo vende a la empresa IRSA, que en 2000 presenta un proyecto para realizar un emprendimiento residencial del estilo Puerto Madero.
Hace dos años ese proyecto se materializa en un convenio que firma la empresa con el Poder Ejecutivo porteño, y que ingresa en forma de proyecto de ley para su ratificación legislativa. Esto naufraga, a pesar de que los lobistas recorrieron despacho por despacho de los diputados porteños, con la suspicacias que suelen generar este tipo de encuentros.
El proyecto de ley que la Legislatura pretende aprobar modifica la zonificación y permite construir más metros de los autorizados actualmente. El incremento, según cálculos moderados, equivaldría a 1500 millones de dólares a precios de mercado. La forma en que pretende ser aprobado se ampara en una de las trampas mortales del Código de Planeamiento Urbano. En lugar de tramitar un proyecto de ley para modificar ese código, se presentó en forma de convenio urbanístico. Ahora, con todo cocinado, se lo somete a ratificación de la Legislatura.
Esto que parece una sutileza leguleya tiene consecuencias muy profundas en el tratamiento legislativo. Una ley común de modificación del Código requiere mayoría especial y tratamiento de doble lectura, que obliga a que la iniciativa se debata en la o las comisiones que deban emitir dictamen, luego se vote en una primera oportunidad con una mayoría mínima de 31 votos y, posteriormente, se realice una audiencia pública, en la que los ciudadanos pueden expresar sus opiniones sobre el proyecto.
Después hay una segunda instancia de discusión en comisión, en la que deben considerarse las expresiones vertidas en la audiencia pública. Con ese nuevo dictamen se debate en el recinto, donde para ser aprobada la ley se requiere nuevamente de mayoría absoluta. En este proceso el proyecto puede ser aprobado, modificado o rechazado.
Los convenios, en cambio, obligan a los legisladores a votar por sí o por no y les impiden proponer cualquier tipo de modificación al texto que reciben del Poder Ejecutivo. Este método es bien lógico cuando se firma un acuerdo con otra jurisdicción o con una institución o con otro Estado –en el caso del Estado nacional–, que requirió de una cesión de derechos de cada parte, y se trata de una negociación en torno de competencias propias de la administración pública. Pero no parece tan razonable cuando el convenio modifica una ley cuya materia es competencia exclusiva del Poder Legislativo y el fin es ceder miles de metros públicos –me refiero a los metros construibles, aún no previstos en la legislación– a un emprendimiento particular.
Más aún, porque este método obstruye dos cuestiones centrales: el debate legislativo genuino y la participación ciudadana. No estaría mal que los abogados comiencen a analizar si este procedimiento no es en realidad inconstitucional.
El proyecto que hoy debaten los legisladores porteños permite la construcción de un conjunto edilicio que contempla torres de hasta 160 metros de altura, con usos residenciales, comerciales, de servicios, de equipamiento y deportivos. La ciudad se compromete a distintas obras que benefician casi exclusivamente al proyecto, y también debe hacerse cargo de mantener el canal ubicado entre el emprendimiento y la reserva ecológica que, como es de esperar, beneficiará principalmente a los dueños de este nuevo terreno de obra. La empresa tiene que ocuparse de hacer las calles y la costanera, pero estas obras están supeditadas al éxito del emprendimiento porque no se establecen cláusulas que les fijen plazos o penalidades en caso de incumplimiento.
Como se trata de la ratificación de un convenio, el texto del proyecto no incluye la obligatoriedad de cumplir con el procedimiento de doble lectura que se explica más arriba. Y, aunque los diputados resuelvan que van a aplicar ese procedimiento, ya está viciado porque no se permite el verdadero debate legislativo ni la efectiva participación ciudadana, en la formulación y, por lo tanto, eventual modificación de la ley.
Finalmente, cabe preguntarse cuántos inmuebles patrimoniales se salvarían y cuántos otros se podrían restaurar si el proyecto de ley de transferencia de la capacidad constructiva –que duerme en los cajones de la Comisión de Planeamiento de la Legislatura– fuera una realidad, y el excedente de metros que los legisladores le van a regalar a una empresa privada, se aplicaran a compensar a propietarios de edificios catalogados.
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