Sáb 12.11.2011
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El precio del descontrol

En menos de tres años ya hubo ocho muertos y 47 heridos en obras en construcción. En ninguno de esos casos hubo algún problema técnico real, sólo los efectos de la garantía de impunidad del gobierno porteño.

› Por Sergio Kiernan

La vida de Isidoro Madueña es apenas otro costo para los especuladores inmobiliarios. El señor vivía en el edificio que se derrumbó en la calle Bartolomé Mitre y no escuchó que había que evacuar. Este jueves, los perros encontraron su cadáver aplastado en lo que quedaba del tercer piso. Habían pasado seis días y lo habían buscado sólo por el creciente escándalo y desesperación de su hijo. De hecho, el gobierno porteño había decidido demoler de inmediato el edificio y su ministro de Seguridad, Guillermo Montenegro, hasta había dicho que encontrarían a Madueña cuando demolieran todo.

Esta actitud de frialdad ante la vida de los otros muestra el centro exacto de la política macrista, que es la garantía a los negocios más especulativos de la industria de la construcción. Lo que ocurrió en la calle Bartolomé Mitre no es un accidente, una desgracia, sino la consecuencia de una oferta bien recibida de impunidad y protección. Es que Mauricio Macri sólo se ganó la vida en la construcción, como su ministro de Desarrollo Urbano Daniel Chaín, el subsecretario de Planeamiento Héctor Lostri y absolutamente todos los funcionarios relevantes que pudieron nombrar desde 2007. Otros sectores deben envidiar la red protectora que el gobierno porteño brinda a sus colegas.

Buenos Aires tiene un terreno suave y allanado, sin problemas sísmicos y apenas aguas de más allá abajo. Pero los viejos arroyos están mapeados desde siempre y todo el mundo sabe que en la costa se encuentran los esponjosos terrenos de los rellenos, con lo que se toman las precauciones técnicas necesarias. La razón excluyente para este tipo de accidentes es ahorrarse costos: las construcciones caen porque es más barato tirarse el lance de acortar la obra o evitarse gastos en terraplenados o submuraciones. Técnicamente, no hay ninguna justificación.

Macri asumió en diciembre de 2007 y prontamente empezaron a llover edificios. El 28 de abril de 2008 hubo seis heridos en Palermo cuando se derrumbó una obra recién empezada. En 2009 no hubo heridos ni muertos, pero para el año pasado se empezó a notar la maduración del sistema. Los derrumbes y accidentes comenzaron a acelerarse y el 8 de agosto ocurrió el de Villa Urquiza, idéntico al de la calle Bartolomé Mitre, que dejó tres muertos en el gimnasio vecino. Tres días después se cayó un pedazo de mampostería en Jonte y Condarco que hirió a una nena, y el 10 de noviembre hubo dos muertos y tres docenas de heridos en el boliche Beara. El 13 de febrero de este año se cayó una grúa en la obra de Las Cañitas, y exactamente dos meses después se derrumbaba una obra en la calle Lafinur, con tres heridos. El 3 de mayo moría una persona en Mataderos, el 19 de julio ocurrió otro milagro en Viamonte y Esmeralda –un derrumbe cinematográfico– y el 12 de agosto había un herido en Campana y Bacacay. El 27 de octubre los obreros salían corriendo de Independencia 2547, pero el primero de noviembre murió uno en la calle Directorio, Y ahora el señor Madueña. Ocho muertos y 47 heridos en tres años.

La respuesta del gobierno porteño en cada caso es idéntica, afirmar que no pueden poner un inspector en cada obra. Este aparente sentido común es falso por partida doble. Primero porque los inspectores sí van a las obras –y a boliches como Beara– y nunca ven nada fuera de lugar. Segundo porque nunca hubo ni habrá un policía en cada esquina, pero hasta los porteños no pasan los semáforos en rojo. Es que con las multas, las cámaras y el sistema de puntaje, hay “ambiente” de que tarde o temprano se paga la infracción y duramente.

Esa es justamente la garantía del macrismo a la industria, que no va a pagar ni mucho menos. Ahora la ciudad va a expropiar el edificio destruido y les pagará a los damnificados “a valor de mercado”, como dijeron los funcionarios. Esto toca la solidaridad de todos los que piensan en la desgracia bíblica de perderlo todo, pero transfiere el costo a los ciudadanos. ¿Y la empresa? ¿Y el arquitecto responsable? ¿Les harán juicio? ¿El CPAU llamará a un tribunal de ética?

Una curiosidad de toda esta desgracia es que el vocero del gobierno terminó siendo el ministro de Seguridad, Guillermo Montenegro, y no el de Desarrollo Urbano, Daniel Chaín, que estrictamente hablando es el jefe de permisos, inspecciones y habilitaciones de la Ciudad. Que nadie mire a Chaín demuestra su poder real. El es quien se encarga de que no se reglamenten las leyes que afectarían a la industria de la construcción, como la 1227 de patrimonio o la más reciente que ordena inspeccionar los pozos de obra. Y es quien permite que se violen regularmente leyes aprobadas y reglamentadas de años, como la que impide construir torres al lado de inmuebles catalogados como patrimonio. Chaín se ocupó además en sus cuatro años de ministerio, de no hacer cosas como invertir en un cuerpo de inspección realmente capaz.

Una historia sin muertos ni heridos permite ver en detalle el nivel minucioso de impotencia a la que el macrismo redujo nuestra ciudad. Es la que cuenta la construcción de un edificio en French 2809, que arrancó hace menos de dos años y ya produjo un aluvión de denuncias, incluyendo penales, y un verdadero expediente administrativo de los gordos, sin resultado alguno. En Junín 2809 había un petit hotel afrancesado y de lo más “petit”, una planta baja y primer piso en un terreno irregular de algo menos de 100 metros cuadrados. A mano derecha, visto de enfrente, la casita tenía de vecino un sólido edificio racionalista. A mano izquierda, dos edificios notables y catalogados, la casa del artista Guillermo Klemm y un precioso edificio Déco. No sólo el lote era pequeño, sino que tenía los límites legales del entorno de edificios catalogados.

Pero las irregularidades empezaron desde el primer día. La casita comenzó a demolerse en julio de 2009, con un cartelito ilegible allá en las alturas. Luego apareció el permiso de demolición, fechado en diciembre de 2009. Resulta que el caso, aunque la casita era anterior a 1941, no pasó por el CAAP y tampoco se tuvo en cuenta aquello del entorno de las catalogadas. Para el verano de 2010 empezaron los trabajos y los problemas. Para empezar, el edificio no tenía cuatro pisos, como se permitía, sino ocho de doble altura. ¿Cómo se aprobó semejante cosa? Pues resulta que al ser de doble altura no se superaba la superficie máxima permitida y parece que nadie se acordó de la altura máxima permitida. El plano hasta tiene la observación oficial de que los empresarios prometen no hacer entrepisos y aumentar la superficie...

La obra fue un desastre para los vecinos. La casa Klemm presenta su frente carcomido sin piedad, con molduras rotas, y los vitrales de la claraboya fueron arruinados. El edificio del otro lado hasta se inundó en la tormenta de mayo del año pasado, porque le habían hecho unos puentes de madera a su espacio de escaleras por los que corrió el agua. El 17 de febrero la cosa se empezó a poner seria cuando de un mazazo alguien rompió la medianera y derramó ladrillos sobre la cama de una vecina, que por suerte se había levantado temprano. Terminó la policía presente, un acta de escribano con fotos, una denuncia en el CGP derivada a la autoridad competente, la dirección general de Fiscalización de Obras y Catastros, dependiente del ministro Chaín. Allí le dijeron a la vecina que “los papeles están en orden” y no quisieron entender que no era un problema de documentos sino de ladrillos cayendo.

La saga que siguió incluyó decenas de llamados al 147, el número de atención al público de la Ciudad, una fuerte recomendación de la Defensoría del Pueblo, amenazas verbales a la vecina –que incluyeron que la fotografiaran desde un auto y les dijeran a los albañiles que por culpa de ella se iban a quedar todos sin trabajo– y varias visitas de la policía. También hubo descubrimientos como que los ruidos eran fortísimos y las vibraciones tan destructivas porque el edificio se estaba ganando algún centímetro recortando las estructuras de sus vecinos. Según parece, el ancho del lote era algo menor de lo que figuraba en la escritura y querían “recuperar” la diferencia.

Las libertades que se tomaron los empresarios hasta incluyeron abrir ventanales –y no ventiletes de baños– en un par de pisos sobre la medianera a la casa Klemm. Los inspectores porteños comprobaron todo esto y no hicieron nada. Absolutamente nada: el edificio ya está terminado sin mayores problemas. Sólo la emperrada obstinación de la vecina logró que se abra hasta un sumario administrativo de la Agencia de Control, lo que hará más difícil la habilitación final. O no, porque siempre hay una solución.

El defensor adjunto Gerardo Gómez Coronado, un hombre de frases certeras, suele decir que el principio que rige al gobierno porteño en estas cosas parece ser “in dubio, pro constructores”. Esto es, que son inocentes hasta cuando se demuestre su culpabilidad.

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