Un libro de refrescante erudición, bien escrito y con un misterio en el centro: ¿qué mensaje esconde el friso del Palacio de Urquiza? Como pocas veces, un ensayo que parece una novela.
› Por Sergio Kiernan
En estos tiempos en que el discurso de la arquitectura argentina lo escriben publicitarios –“una nueva forma de vida”, “ammenities”, “joven y alegre”– y el diseño final lo controlan los contadores, es refrescante que alguien recuerde qué profundas raíces supo tener la Gran Arte. Una arquitecta, un profesor de letras y una psicóloga acaban de publicar con Eudeba un libro delicioso, inteligente y fascinante que plantea, como una novela policial, el misterio de un friso arquitectónico. Quien lea este tomo ya no podrá ver un edificio ornamentado con ojos inocentes. Y mucho menos su sujeto, el Palacio San José, la residencia de Urquiza en Entre Ríos que el trabajo detectivesco termina deschavando como una máquina simbólica, un texto iniciático y un topos masónico entre palmeras.
El Palacio de la memoria: Hipótesis sobre la simbología de la ornamentación en la residencia del general Urquiza es el titulón del ensayo de Héctor Ciocchini, Graciela Blanco y Laura De Carli. Con algo más sexy –El Código de Urquiza– se podría pensar en un bestseller. Pero la obra está en un castellano claro y, para los aficionados a los misterios y a los edificios, se banca la playa.
La cosa comienza hace casi veinte años, con la arquitecta De Carli mudada hacía una década a Colón, Entre Ríos, conociendo al profesor Ciocchini y haciéndole el tour habitual del Palacio San José. De Carli admite que ya se repetía y que no estaba impresionando demasiado al profesor, que miraba y cada tanto hacía una pregunta “inusual”. La más fuerte llegó cuando salieron del Palacio por el lado del jardín francés –el de “atrás” según la circulación obligada de los turistas– y se quedaron mirando la gran fachada. La de las torres y la galería de arquería y columnas dóricas. Y es la que tiene por encima un friso continuo de símbolos. Ciocchini miró largo rato esas piezas cuadradas y preguntó si alguien alguna vez había descifrado su significado. De Carli lo miró y, cuenta hoy, se dio cuenta de que no había pensado que tuvieran un significado.
Se podría decir que fue un momento de deformación profesional de un docente de literatura y poeta con un fuerte interés en tratados antiguos, literaturas simbólicas y hermetismos diversos. Pero pensar así sobre el palacio italianizante creado por un caudillo masón como símbolo de poder y modelo de civilización es a la vez aceptar simplemente que se está frente a un caso de architectura parlante. ¿Por qué no ver un texto en los emblemas del friso?
Lo que sigue a esta pregunta es el alma del libro y un deleite intelectual. Lo primero que hace De Carli es fotografiar el friso, identificar las figuras, contarlas. Así se descubre que hay ocho figuras que se repiten, con lo que hay un total de 54 metopas –la pieza plana donde se talla la figura– repartidas en el frente y en los laterales de las torres. El primer indicio de que hay algo raro es que los símbolos no se repiten en el mismo orden, están como “desordenados”. La otra pista es que siete metopas son perfectamente cuadradas, pero una es rectangular, más larga que alta.
Los ocho símbolos son supertradicionales, de esos que tienen raíces en la antigüedad clásica, recorren la Edad Media y se comen la escena en el Renacimiento. Son una nave de velas desplegadas en un fuerte oleaje, un casco de guerra con cimera de plumas sobre una espada o alfanje, una espada colgada de un escudo o blasón, otro casco con una cabeza de perro como adorno, un escudo con una flor de lis sobre una espada, un pectoral, una lira –en la metopa rectangular– y un complicado escudo con flor de lis por encima de una espada y un hacha de guerra.
Con la eventual llegada al equipo de la psicóloga Blanco, la interpretación se pone realmente interdisciplinaria. Los archivos revelan que se conservan hasta las facturas por los clavos del Palacio, pero no hay señal de quién hizo o importó los símbolos. En las interminables carpetas de la administración del lugar no hay ni mención de este ornamento, cosa llamativa porque sí se habla de la compra del ejército de estatuas, azulejos, yeserías, vitrales, santos y púlpito para la famosa capilla, además de materiales, mobiliarios y piezas de arte.
Con el tiempo y analizando obsesivamente el orden de las figuras, los investigadores empiezan a notar coincidencias excesivas. Por ejemplo, que las metopas sobre el friso de la galería forman un calendario lunar de 28 días, que las piezas se repiten pero en órdenes numéricos diferentes y que ciertos símbolos, como la flor de lis, se repiten en otros ornamentos del edificio. Todo esto va surgiendo en medio de una recorrida por la historia y materialidad del Palacio, un ensayo sintético que nos desazna sobre la complejidad intelectual de esa Argentina criolla, apenas inmigratoria. También se discute la historia política de Urquiza, su abierto vínculo con la masonería y las metáforas de sus discursos, que son relacionadas con las visuales de su edificio.
Lo que es realmente refrescante es la reconstrucción del significado de cada símbolo presente en el friso, un texto que abunda en citas de libros olvidados en varias lenguas. Todo esto resulta en una interpretación asombrosa y perfectamente creíble: el friso es un discurso hermético sobre el momento político del país, de la Confederación post Rosas y de las razones por las que Urquiza se enfrenta con las armas con los porteños. En palabras de los autores, se debe leer así:
Peligrando la nave del Estado en la tormenta de las luchas fratricidas, la autoridad, por designio divino, al frente de sus ejércitos asume por la fuerza de las armas el timón de la nave amenazada.
Imponiendo la guardia y la custodia por mandato de la autoridad, la nave será conducida con la protección de la fe, la justicia y la sabiduría, hacia la Concordia, para alcanzar la Armonía, principio y fin de esta gesta.
La autoridad ha desenvainado su espada para la protección del Estado, ha promovido la Concordia entre sus hombres, que ahora forman un solo ejército fiel a la Nación y su Ley Suprema.
La nave ya no se detendrá en el camino de la pacificación, manteniéndose firme bajo el amparo de la autoridad, que deponiendo la espada de la lucha impondrá las armas de protección.
Resuelto el misterio, el final del libro recorre los otros símbolos del Palacio. Como que las puertas que dan al Poniente, de donde viene la oscuridad, estén custodiadas por fieras cabezas de gaucho retratadas a la romana, como gorgonas criollas. O la sobreabundancia de musas y ninfas en las yeserías internas, marcando las “virtudes” que imperarían en cada ambiente del edificio.
En fin, una aventura intelectual que reconstruye una época en que un edificio era mucho más que un refugio funcional. Y un texto de sabores casi borgianos, como lo tiene cualquiera que cite la Hypnerotomaquia de Polifilo, los misterios alquímicos, los himnos masones de Mozart, el manual de Vignola y la emblemática de Alciato. Habría que hacerle llegar una copia a Umberto Eco, que seguro escribiría una aventura entrerriana de las que le gustan a él.
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