Sáb 07.01.2012
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Abismos

› Por Jorge Tartarini

Obvias, gastadas y hasta baratas, suelen lucir en tiempos electorales las declaraciones –escasísimas, por cierto– de algunos candidatos sobre el patrimonio cultural argentino. Se sabe que, luego de las urnas, a menudo sucede con sus dichos lo que con el Carnaval de Río el Miércoles de Ceniza, cuando se acaba la fiesta y las máscaras visibles ceden paso a otras invisibles, rutinarias e inapelables. El patrimonio abandona entonces su efímero protagonismo, se jubila y todo vuelve a la “normalidad”, es decir, a una cotidianidad en la que debe luchar por ganar respeto y valoración entre la gente, por sentirse reconocido y querido y, también, por lograr un espacio en la agenda de los gobernantes a la hora de hacer efectiva su conservación. Una fragilidad sustancial que parecen soslayar quienes deambulan por organismos internacionales pugnando por declaratorias y reconocimientos rimbombantes. Puede pensarse que son caminos paralelos y se retroalimentan. Pero también es cierto que, cuando una comunidad no encuentra en sí misma suficiente motivación para entender como suyo el patrimonio, las restantes argumentaciones suenan más a videoclip, a pantallazo publicitario, que a un planteo profundo de por qué y para qué debe valorarse, protegerse y disfrutarse el patrimonio.

Uno de los problemas pareciera estar en que aún tenemos dificultades para discernir cómo establecer un elemental listado de prioridades. O más bien para cumplirlo. Hoy, implementar medidas de concientización y de difusión del patrimonio que lleguen a la gente desde los primeros niveles de enseñanza, en forma sistemática y sostenida en el tiempo, sigue siendo una empresa imposible, aunque se sepa que cada niño ganado para la causa del patrimonio es, potencialmente, un adulto convencido de su valor. De nuevo, la educación.

Atenuando los abismos, vale considerar que algunos organismos gubernamentales y no gubernamentales han renovado sus planteos y favorecieron avances en estas cuestiones, pero su repercusión en el cuerpo social sigue siendo insuficiente. Nuevos actores y roles se han ido sumando e influyendo a esta necesaria renovación, que debe mucho a las redes sociales y al soplo de aire fresco que ellas imprimieron a principios hasta no hace mucho tiempo inobjetables. En buena hora.

Todos acordamos que, en el mediano y largo plazo, la presencia del abc del patrimonio desde el kinder seguramente rendiría sus frutos, pero tampoco podemos desentendernos del inquietante “mientras tanto”. Algo así como: todo bien con una sociedad respetuosa de los monumentos en las plazas, pero hasta que la consigamos... ¿seguimos defenestrando el uso de rejas para protegerlos? Y no se trata de una oda al enrejado, precisamente.

Tampoco ayudan demasiado las argumentaciones que en ocasiones utilizamos los especialistas, más seducidas por la sabiduría que por la humanidad del patrimonio. ¿Cómo hablar de patrimonio desconociendo la indiferencia que despierta en la gente? En lo personal, me generan suspicacias los planteos que, tras extensísimas fundamentaciones con peso mayúsculo del ayer, subvaloran la compleja y contradictoria realidad del patrimonio de hoy. Del mismo modo que el presentismo de estos tiempos ataca especialmente a los jóvenes que saben mucho de actualidad y poco o nada de historia, no es menos cierto que los exclusivamente preocupados por la memoria del pasado adolecen del efecto inverso. En ellos, las dificultades por llevar a la práctica la consabida muletilla que proclama la utilidad del ayer para comprender mejor el presente se hacen evidentes. Una visión más equilibrada e inclusiva permitiría analizar en su cabal dimensión la problemática patrimonial de nuestros días, en la que conviven desde planteos filantrópicos hasta grupos inversores que lo reivindican como salvavidas de lujo para centros históricos empobrecidos.

Explorar –a la vez– tradición cultural y mundo actual, y avanzar creativamente sobre un camino que reflexione sobre los valores y desvalores de su grandeza y de su decadencia, puede resultar más o menos gratificante para la salud del patrimonio si en la ecuación –o más bien el cóctel– se incluyen proporciones mucho más terrenas, atadas al sentir y vivir de todos nosotros. Despojadas del noble salvaje y sin anhelos de paisajes históricos imposibles, pero mucho más cercanas a las pequeñas verdades cotidianas.

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