Sábado, 7 de abril de 2012 | Hoy
Para muchos de los cientos de miles que llegaron a estas tierras buscando trabajo, Buenos Aires era, además de meca laboral, la oportunidad de pasar de la cautivación a distancia de una simple postal o el relato de un amigo ya aquerenciado, a contemplar aquellos edificios coloreados en su real magnitud. Y a menudo esto lo hacían algún fin de semana, cuando el trabajo duro y los recursos lo permitían. Porque además del Jardín Zoológico, los bosques de Palermo, la Costanera, el Rosedal y otros lugares de ocio, la arquitectura de monumentales palacios fue también motivo de atracción y de recorridos informales. Especialmente cuando los recién llegados iban abandonando su condición de tal y eran orgullosos anfitriones de quienes, como antes ellos, realizaban sus primeros paseos por aquella Babilonia americana.
No estamos hablando de viajeros ilustres y refinados, sino de hombres comunes, es decir, del grueso de una inmigración que venía jaqueada por el hambre y la desocupación. Un poco antes y un poco después de 1900, entre los edificios más visitados se encontraban las grandes terminales ferroviarias, entonces verdaderas puertas de entrada de la ciudad. Estaciones como Constitución y Retiro eran atracciones por sus monumentales construcciones y porque el ferrocarril era el principal sistema de transporte. Y no sólo para los extranjeros, sino para quienes venían del interior provincial. Al verlas, en un instante, la imagen sepia de un diario o de la revista de la compañía ferroviaria vista en alguna peluquería o consultorio pueblerino, se desvanecía y daba paso a la contundencia de lo real.
A medida que la importancia del tren fue disminuyendo, otros atractivos fueron apareciendo. Por ejemplo, ya en plena modernidad, aparecería un monumento que, con el tiempo, se convertiría en la marca más identificatoria de la ciudad: el Obelisco. La obra de Prebisch adquirió con los años una legitimidad que su nacimiento no tuvo, ya que desató acaloradas polémicas, al punto de llegar a plantearse una demolición que por fortuna nunca llegó. Si en los años del Centenario las terminales eran sitios de cita obligada, durante la segunda mitad del siglo XX el Obelisco irá acuñando su condición de tarjeta postal porteña.
Otro caso menos conocido, que desde su nacimiento captó la atención de la gente y, al igual que este monumento porteño, no fue bien visto por la cultura profesional de su momento, fue el Palacio de las Aguas Corrientes de la avenida Córdoba. Hacia 1900, así era visto por Oreste Sola, un inmigrante italiano, en una carta a sus padres: “Esta ciudad es muy hermosa. Hay mucho lujo. Todas las calles están pavimentadas con madera dura o con cemento suave como el mármol, tan suave que incluso los caballos, tanto los de los tranvías como los de los carruajes, se resbalan constantemente. No es raro ver caer veinte o más en un día. Hay algunos edificios hermosos más allá de las palabras, de sólo cinco pisos de alto, pero con ornamentación que difícilmente encuentres en Turín. El más hermoso de todos es el de las aguas corrientes, construido por los ingleses y, lo más sorprendente, es que es todo de mármol en la mitad de su altura pero con unas pequeñas columnas esculpidas y decoradas con una artesanía exquisita (...)”.1
Un sondeo de opinión realizado el año pasado por un diario porteño sobre unas 2000 personas reafirma la vigencia del Palacio de las Aguas Corrientes que fue considerado el edificio más lindo de la Ciudad en el gusto de la gente, con casi el 54 por ciento de los votos, por delante del Teatro Colón, el Palacio Barolo y el Edificio Kavanagh, este último el preferido de los arquitectos. Viajeros de aquí y del exterior no dejan de registrarlo con celulares y cámaras digitales, renovando la sorpresa y admiración despertada en nuestro amigo de Turín de hace más de cien años. Este simple gesto resume las razones de la vigencia en la memoria e imaginario ciudadano de estas y otras obras del patrimonio porteño en las que el ayer y el presente se amalgaman, cobran sentido y se fortalecen. Y esta vez tan solo por la vigencia de un sentimiento que, a pesar del tiempo, permanece invariable.
1 Korn, Francis-Sigal, Silvia. Buenos Aires antes del Centenario, 1904-1909. Buenos Aires. Sudamericana. 2010. P. 9.
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