Sáb 19.04.2003
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Al rescate del tren

El especialista en patrimonio industrial y ferroviario Jorge Tartarini está realizando un relevamiento nacional y un diagnóstico para el rescate patrimonial de ese tesoro que fue la red ferroviaria. Armado con una beca Guggenheim, se enfrenta a un problema gigantesco.

Por Sergio Kiernan
El arquitecto Jorge Tartarini, un especialista en patrimonio con un peculiar amor por la arquitectura industrial y en particular la ferroviaria, está trabajando en un relevamiento nacional de lo que alguna vez fue el mayor sistema de trenes del continente. Tartarini ganó la única beca Guggenheim concedida en el país para un tema de arquitectura, lo que le permitirá estudiar estaciones, instalaciones e infraestructura, realizando un catálogo y un estimado exacto del estado en que está este vasto patrimonio.
El arquitecto comenzó a trabajar en este campo hace más de veinte años, con una beca del Conicet para estudiar el patrimonio industrial. Entre 1996 y 1998 realizó un relevamiento en Capital y Gran Buenos Aires, parte de cuyos resultados volcó en un libro, editado por Colihue, que es un impresionante catálogo de tipologías usadas en la arquitectura ferroviaria y una fuente de ideas sobre su tratamiento.
El mandato de la beca es realizar un relevamiento, identificando cuánto del patrimonio está conservado, cuánto está arruinado o destruido, y cuánto recibe otro uso. Con esa base de datos y con su experiencia en el tema, Tartarini debe proponer soluciones para la conservación, administración y conocimiento de este tesoro. No es un proyecto romántico: “Este patrimonio debe preservarse, no por nostalgia sino porque son jalones de nuestra historia y porque la gente quiere a esos edificios”, explica el arquitecto.
Como la red ferroviaria es un sistema, cae de su peso la necesidad de un inventario y de una propuesta abarcadora para su uso y reciclado. Uno de los problemas fue la torpeza de la privatización de Ferrocarriles Argentinos, donde el aspecto patrimonial fue marginal y donde partes del sistema quedaron en manos privadas, partes en manos provinciales y partes en manos municipales. Con el levantado sistemático de ramales y el abandono de estaciones, muchas piezas del sistema quedaron abandonadas a la buena de Dios. Parte fue salvada “por el sentido común de la gente”, que le encontró nuevos usos y preservó con amor. La intervención oficial sólo se dio en las terminales monumentales, y ni siquiera en todas.
“Fueron declarados monumento histórico nacional grandes estaciones terminales, puentes transbordadores, molinos harineros y otros ejemplos vinculados con el patrimonio de la producción de fines del siglo XIX y comienzos del XX”, escribió Tartarini en un trabajo reciente. “Esta declaratoria a nivel nacional que confiere la Ley 12.665 coloca a los edificios bajo la tutela de la Comisión Nacional de Museos, Monumentos y Lugares Históricos, organismo que debe controlar las intervenciones que sobre ellos realizan.” Otro elemento de protección es el decreto 1063/50, que ordena que todo edificio del Estado con más de 50 años no pueda ser modificado sin aprobación de la Comisión de Museos y Monumentos. Ambas normativas distan mucho de ser cumplidas con rigor, pero dieron elementos para controlar remodelaciones que amenazaban ser peligrosas, como las de las estaciones Once, Lacroze y Constitución.
El problema está en el total abandono de los edificios que no son monumentales ni famosos. Las provincias y los municipios salvaron muchas estaciones, talleres, galpones y puentes con una maraña de declaraciones de “interés cultural” o similares. Pero, destaca Tartarini, fueron ciudadanos particulares los que salvaron en concreto cantidades de elementos. “Son los usuarios y las asociaciones vecinales quienes ponen la cuota de sensatez y los límites al uso y abuso de los bienes ferroviarios –escribió el arquitecto– que hacen sectores con responsabilidades difusas e intereses contradictorios con el bien común.”
Estas iniciativas se multiplican por necesidades de los barrios o pueblos involucrados, que buscan reciclar y reutilizar su patrimonio. Hay casos como el de Liniers, cuya movilización vecinal transformó sus 15talleres en un futuro polo cultural, o el de Coghlan, barrio nacido en 1890 como base ferroviaria, que trabaja para rescatar su estación y sus viviendas ferroviarias. En Tandil, Mechongué y muchos otros pueblos pequeños de la campaña, las estaciones y otras instalaciones del sistema perviven gracias a esfuerzos similares. En Tucumán y Córdoba las estaciones se transformaron en un museo industrial y un centro cultural, mientras que ramales muertos revivieron con el Tren de la Costa y el Tren de las Nubes.
Pero el panorama del patrimonio ferroviario concesionado es, desde el punto de vista de la preservación, “desolador”. El nivel de deterioro de los edificios es paralelo al de los trenes en sí. Tartarini destaca como particularmente crítico el de cabinas de señales y refugios, y señala que a la desidia se le suma la falta de repuestos y la ínfima calidad de las soluciones propuestas, realizadas sin el menor control de especialistas ni de entes de supervisión. La cesión compulsiva de bienes desafectados de la Nación a las provincias y municipios complicó todavía más el problema. “Los edificios de pasajeros relevados en su mayoría presentan drásticas modificaciones no sólo de distribución interna, sino de configuración externa, pues los entornos de las estaciones intermedias urbanas también sufrieron agudos procesos de degradación ambiental, con cambios de accesos, proliferación de actividades informales, contaminación ambiental por transporte de colectivo y localizaciones comerciales que rodean y ocupan el propio cuadro de la estación.”
Tartarini va a tener que encontrar recetas fuertes para un problema mayor.

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