Sáb 26.05.2012
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Santa Catalina y la torre

› Por Marcelo L. Magadan

Se abre un nuevo debate que tiene como trasfondo el manejo del patrimonio arquitectónico y urbano. Esta vez, la discusión surge de una autorización para construir una torre de 60 metros de alto que albergará un hotel 5 estrellas, un apart hotel, viviendas, oficinas comerciales y seis subsuelos de cocheras, junto al histórico Monasterio de Santa Catalina de Siena. Esa autorización surgió en el interregno que va desde que una antigua ordenanza de preservación fuera derogada y se promulgara la ley que amplió la protección patrimonial en el casco fundacional en que aquél se encuentra.

La parcela donde se autorizó la torre ocupa la mitad este de la manzana comprendida por la avenida Córdoba y las calles Reconquista, Viamonte y San Martín. El terreno perteneció al monasterio, cuya construcción, realizada por Juan de Narbona, comenzó en 1737, siguiendo un proyecto del jesuita Andrés Blanqui. El claustro principal del edificio fue ocupado por las primeras cinco monjas llegadas de la ciudad de Córdoba en 1745.

Ahora bien, los funcionarios del Ministerio de Desarrollo Urbano que visaron el proyecto habilitando su construcción olvidaron algunos aspectos importantes de la cuestión: el impacto visual de la torre, la afectación que los subsuelos proyectados pueden provocar en la antigua estructura y la destrucción de un yacimiento arqueológico de singular relevancia.

Un edificio de altura como el que se propone afectará irremediablemente la escala urbana del monasterio y de su iglesia. También se modificará la percepción del claustro principal al aparecer en la línea del cielo por encima de la crujía Este, invadiendo la privacidad de un lugar único donde el visitante –se trata de un ámbito público– percibe aún hoy un espacio de la colonia con muchas de sus características originales.

Dado que la torre es lindera al monasterio –edificio protegido, declarado Monumento Histórico Nacional en 1942–, los funcionarios responsables de las Areas de Protección Histórica estaban obligados a actuar y debían hacerlo aplicando el concepto de zona de amortiguación, controlando el impacto negativo sobre las visuales y la escala. La solución pasaba por replantear el proyecto distribuyendo de otra forma la superficie edificable.

La segunda cuestión se relaciona con las consecuencias que puede tener la modificación del subsuelo para construir cocheras –una excavación de unos 20 metros de profundidad– sobre la estructura de ladrillones asentados en una mezcla de cal que, a pesar de acusar trescientos años de antigüedad, ha llegado a nosotros en muy buenas condiciones de conservación.

El terreno es además un potencial yacimiento arqueológico en el que pueden encontrarse vestigios culturales correspondientes a diferentes momentos de ocupación, tanto de los siglos XVIII, XIX y XX, e incluso anteriores a la instalación del monasterio. En ese lugar hubo algunas edificaciones y otras instalaciones de lo que se conocía como “la manzana del Campanero”, la que formaba parte del trazado que en 1580 Juan de Garay le diera a la ciudad y que se ubica a sólo siete cuadras de aquella plaza principal, actual Plaza de Mayo. Por añadidura, es altamente probable que estemos en presencia de un yacimiento que contenga información de períodos anteriores a esta segunda fundación.

La ocupación de la manzana fue progresiva. Para 1745 estaban en funciones la iglesia y el primer claustro, mientras se continuaba con la construcción del segundo y de otras dependencias. El monasterio como tal se habilitó para 1753, pero ya para 1750 registraba una población de 25 religiosas y 6 novicias, a las que se sumaba el personal de servicio que incluía sirvientas y varios esclavos negros. Este dato es relevante porque todas esas personas producían basura que era descartada dentro del propio predio, generalmente en la huerta que estaba sobre el terreno donde se pretende construir la torre. Esa basura constituye la materia prima de la arqueología histórica.

Para 1810, coincidiendo con el proceso de emancipación del país, el crecimiento de la población del monasterio obligó a comenzar con una serie de ampliaciones entre las que se contaban la enfermería y el noviciado nuevos. Se comenzó así con la paulatina ocupación de la huerta. Para 1875 se mudó la portería de San Martín a Viamonte, frente sobre el que se conserva aún el segundo portón del monasterio. Detrás del muro que la contiene funcionada la Capellanía, donde se alojaban los sacerdotes que oficiaban de capellanes de la orden, entre los que se contó a monseñor Miguel De Andrea, que fuera rector de la Universidad Católica, promotor de leyes en apoyo de los obreros, como las de descanso dominical y sábado inglés, la reglamentación del trabajo de mujeres y menores y de la ley de casas baratas e higiénicas.

Por entonces se comenzó con la construcción de “las accesorias” –edificios de renta que ayudaban al sostenimiento del monasterio– que cubrían buena parte del perímetro de la referida parcela, sobre Viamonte, Reconquista y Córdoba, terminando cerca del cementerio, porque el monasterio, como era habitual, supo tener su propio cementerio. Para 1940 el sesenta por ciento de la parcela estaba totalmente construida. Así lo muestra la fotografía aérea publicada por el Gobierno de la Ciudad en el Mapa Interactivo, disponible en Internet. Por lógica, el subsuelo contiene sus restos: cimientos, pisos, desagües y parte de los escombros de la demolición ocurrida en los setenta del pasado siglo.

Pero tal vez sea más importante el cuarenta por ciento libre que siempre se usó como huerta, un área virgen, prácticamente única en el casco fundacional, que puede contener sedimentos no perturbados, más aún cuando, como se dijo anteriormente, debe haberse usado para disponer de la basura, un elemento que da cuenta de la vida cotidiana y de ciertos hechos salientes de la historia del monasterio y de la ciudad. (Recordemos que durante las Invasiones Inglesas de 1807 el monasterio estuvo ocupado por las tropas invasoras.) En este contexto, si se excava el terreno mecánicamente –con retroexcavadoras y camiones volcadores–, esos vestigios y la información de contexto se perderán para siempre.

Como vemos, los funcionarios también olvidaron que el gobierno de la Ciudad es el órgano de aplicación de la Ley de Protección del Patrimonio Arqueológico y Paleontológico que tutela los vestigios arqueológicos como parte del Patrimonio Cultural de la Nación. Esta ley en su artículo 2 dice que: “Forman parte del Patrimonio Arqueológico las cosas muebles e inmuebles o vestigios de cualquier naturaleza que se encuentren en la superficie, subsuelo o sumergidos en aguas jurisdiccionales, que puedan proporcionar información sobre los grupos socioculturales que habitaron el país desde épocas precolombinas hasta épocas históricas recientes”.

Frente a tanto olvido, la Asociación Civil Basta de Demoler, Felicitas Luna (directora de la revista Todo es Historia), el arquitecto Lucas Terra (docente de la Facultad de Arquitectura, UBA), con la adhesión del padre Gustavo Antico, rector del Centro de Atención Espiritual Santa Catalina de Siena, presentaron un recurso de amparo contra el GCBA y Santa Catalina de Siena S. A., la empresa que proyecta construir la torre. La esperanza está puesta, una vez más, en la Justicia, que tiene que evaluar ese recurso buscando el modo de poner a buen resguardo la memoria y el patrimonio arquitectónico y cultural de los argentinos.

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