Sábado, 15 de septiembre de 2012 | Hoy
Por Jorge Tartarini
Si hay miseria que no se note, reza el difundido eufemismo local. Lo de local no porque tenga un sesgo propio o exclusivo de estas tierras. Pero convengamos que encontró una larga lista de partidarios, desde las primeras páginas de nuestra historia. En la colonia, para disfrazar la modesta condición un villorrio que no conoció oro ni plata, sólo el deseo de tenerlos o simularlos. Los años pasaron y, para que no quedara registro de aquel “mísero” origen, en cuanto fue posible cayó bajo la piqueta buena parte del pasado colonial. Quedó casi lo indispensable, algunas iglesias, fincas y pocas casonas. El grueso del tejido residencial, e incluso la arquitectura pública, cayó bajo la piqueta. Cuanto se salvó, generalmente lo hizo a expensas de cambios de estilo, adoptando una pomposidad vacía y extraña a su génesis. Cierto es que también de la hibridación nacieron obras con valores nuevos y singulares.
La “limpieza” del pasado percibido como un lastre simplón vino a caballo de la europeización y otros cambios culturales. Como el de la costumbre del mito de la cornucopia y el cambio de valores en una sociedad que cada vez se avergonzaba más de sus ancestros tenderos, jornaleros, contrabandistas y otras dignas ocupaciones. Cada época tuvo sus modalidades para ocultar sus miserias.
En aquel momento de francofilia general hubo cachetazos memorables a esa costumbre de inventar y recrear una tradición de otra parte. Para horror de la elite local, los cachetazos vinieron de extranjeros, de arquitectos como el húngaro Johannes Kronfuss. Arribado durante los festejos del Centenario, donde día a día se demolían construcciones coloniales, Kronfuss destacó la importancia de la preservación y rescate del patrimonio de la arquitectura colonial, a la que juzgó “modelos acabados de arte, saturados de nobleza, sin mezclas de falsos orgullos ni egoísmos”. Touché. Como otros extranjeros que recorrieron en el continente caminos similares, Kronfuss sucumbió a la “seducción de la barbarie”. Un impacto y deslumbramiento que registró en innumerables croquis, acuarelas y planos, desarrollando un sentimiento profundo por nuestro pasado.
El mismo país que para Anatole France era “lamentablemente nuevo” en 1904 y que según Saint-Exupéry fuera de Buenos Aires sólo tenía en 1929 “campos cuadrados sin árboles, con una barraca en el centro y un molino de agua de hierro”, era el que había seducido y hecho reflexionar sobre su propia historia y cultura a Kronfuss. Alguien en quien la sociedad local no encontró una reafirmación de su voluntad de ser europea, sino a un individuo inquieto, cuestionador y dispuesto a ofrecer otra mirada pero desde “dentro” de su propio país. Un representante cabal de los lineamientos que impulsó el denominado movimiento neocolonial.
Otros profesionales que llegaron por aquellos años y se percataron de ese tic local fueron más pragmáticos y respondieron con la misma moneda. Algunos se inventaron títulos de nobleza falsos y se casaron con lo mejor de la sociedad patricia local, para asegurarse una clientela de primer nivel. Ejemplos abundan, pero seamos discretos.
Lo cierto es que el virus del ocultamiento tuvo en cada época una manifestación propia y, paradójicamente, visible. Miserias y contradicciones que avalaron la demolición o desfiguración de testimonios genuinos de lo que fuimos. A todo nivel. Algo que se prolonga hasta nuestros días. Si aún hoy debemos tener cuidado hasta para iluminar los más simples edificios históricos, pues siempre deambula alguien con ganas de vestirlos con fastuosos faroles pseudohistóricos o con un apocalíptico high tech multicolor.
En el presente, pareciera que del camino iniciado por Kronfuss no hemos aprendido mucho, a juzgar por el patrimonio demolido y del cual su pensamiento, su obra y sus dibujos constituyen un invalorable registro. Por si fuera poco, no sólo nos dejó sus escritos y su maravilloso libro Arquitectura argentina, sino algunas buenas obras para disfrutar, como la de Moreno 364/376, de exquisito art déco, y la residencia de Martínez 1925/31, donde combina esta vertiente con elementos de filiación vienesa, entre otras. Testimonios que reafirman la vigencia de un mensaje que continúa llegando, sereno y aleccionador. Globalizarnos sin enajenarnos, pareciera decir de lejos. Algo donde el patrimonio, como arma de identidad, juega un papel fundamental. En suma, bienvenidas las miserias, cuando se asumen y completan nuestra identidad. Sin ellas, poco margen nos queda para intentar alguna grandeza.
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