La ciudad de Charleston tiene un Casco Histórico próspero, delicado y ejemplar que demuestra que la preservación es un estupendo negocio si se la impulsa en serio.
› Por Sergio Kiernan
Los especuladores inmobiliarios solían decir que traían “progreso” y desarrollo a las ciudades y que oponerse a sus torres, shoppings y demoliciones era cosa de románticos, museólogos y otras gentes poco prácticas que no conocen las duras realidades de la vida adulta. A fuerza de movilizaciones, amparos ante la Justicia y leyes que les pongan límites aprendieron que no son los únicos adultos por aquí, y cambiaron la letra. Lo que más se escucha últimamente es el argumento de que proteger el patrimonio y limitar la especulación es hacerles perder dinero a los pobres dueños de casas patrimoniales. En la limitada mente de estos desarrollistas, lo único que cabe es el dinero y la única manera de hacer dinero es demoliendo y construyendo cosas grandes, feas, olvidables.
Esta falacia se cae al pensar que los ingleses y los franceses, leones en proteger sus patrimonios, no son exactamente pobres, o al calcular lo incalculable que ganan los italianos con las masas que van a ver su patrimonio. De hecho, resulta que a más rigor en cuidar el patrimonio, más valor se le agrega y más dinero gana el dueño de la pieza, la comunidad en que vive y el gobierno local.
Un ejemplo clarísimo es el puerto de Charleston, en el estado norteamericano de Carolina del Sur, destino turístico poco común para argentinos pero must see para decenas y decenas de miles de locales. La ciudad, fundada en el siglo 17, fue capital colonial y la segunda más rica de EE.UU., después de Nueva York, hasta que los bloqueos navales de la guerra civil la arruinaron. Charleston tiene el mérito de tener la Sociedad de Preservación más antigua del país, fundada en 1920, la primera zonificación de Casco Histórico, de 1931, una de las legislaciones más rigurosas que se puedan imaginar y un éxito comercial espectacular. Vivir en el casco histórico de Charleston es una de las cosas más finas y caras que pueden hacerse en Estados Unidos.
Los funcionarios más mediocres del gobierno macrista se espantan y se ponen irónicos ante la idea de catalogar algunos miles de edificios en la inmensidad que es Buenos Aires. Pero Charleston tiene 123.000 habitantes –-sería de las comunas más chicas de nuestra ciudad– en un área metropolitana de apenas 665.000, y aun así tiene 4800 edificios catalogados individualmente. Para más dolor de esos macristas, los especuladores inmobiliarios no tienen ni para empezar, ya que los edificios en altura simplemente no existen, los informes de impacto ambiental van en serio y ni siquiera se permiten cables aéreos de ningún tipo.
En rigor, Charleston entero está como en función de su casco histórico. La llegada a la ciudad es por rigurosa autopista, con el interior suburbano de un lado y la ciudad en sí del otro, con el mar como horizonte. Tocar el pie de la rampa es entrar en un mundo con tránsito limitado y cielo azul por lo bajo de los edificios. El paisaje es una mezcla de piezas victorianas de muchos pelajes –galpones, casas modestas, tiendas, alguna residencia de buen fuste– con variaciones de principios de siglo, algún racionalista y unas cuantas cosas modernosas, pero bajas y discretas. La explicación es que uno está en el Distrito de la Ciudad Vieja, la amplísima zona de amortiguación que toma prácticamente todo el tejido urbano del siglo XX. Más al mar, en la península, está el Distrito Histórico, el equivalente a cincuenta y pico manzanas de las nuestras. El conjunto es cruzado por un par de calles anchas zonificadas como Corredor Comercial, donde coexisten edificios comerciales restaurados, piezas refuncionalizadas y edificios flamantes, pero controlados en altura y discreción. De hecho, hasta hay un shopping que casi, casi es bonito.
La calidad de vida de la ciudad es evidente, se respira y se absorbe por los poros. La baja densidad hace que el tránsito sea lento y manejable, con lo que la mejor idea para el visitante es tomarse un tour en un carro a caballo, manera lenta de ver los detalles. Así se descubre que vivir en esta zona preservada significa tener todos los servicios posibles en un entorno de belleza e historia, con edificios oficiales que dan ganas de usar –el correo es un sueño– y calles armoniosas.
El área es también un tesoro económico. Las propiedades son valiosísimas, con precios por metro cuadrado que ya quisiéramos por acá, con lo que la base impositiva es muy sólida. Como la zona es un magneto para el turismo, hace años que nadie ve un local sin alquilar y el puerto viejo sostiene una bonita feria de comidas, artesanías y artistas en un área sin autos. El corredor comercial es un modelo de variedad, con tiendas históricas, servicios urbanos de todo tipo y, al final, locales de marcas que una ciudad de este tamaño no tendría derecho a esperar.
La diferencia entre este casco histórico y el nuestro es el esmerado rigor con que fue legislado y es cuidado y rigoreado. Los funcionarios no andan diciendo que el empedrado es malo para los tacos de los turistas sino que vigilan que nadie ande echando cables y que se respeten los detallados reglamentos locales. Quien viva en la Ciudad Vieja sabrá que no puede remodelar el exterior de su casa, su vereda o cualquier patio o jardín visibles desde afuera sin permiso del Comité de Arquitectura. El trámite es simple y un ejemplo que se ve en la foto es el de un señor en King Street que quiso cambiar el color de su casa. El permiso que tuvo que exhibir en su puerta indica que se presentó al Comité y aceptó alguno de los limitados tonos de la paleta histórica disponible, cosa permitida porque no existía un registro histórico de que la casa fuera conocida por su color, como ocurre con algunas llamadas “la Casa Azul” o “la Casa Blanca”, que tienen que seguir siendo azules o blancas. Otros carteles avisan que se repara un balcón “sin cambios” o se vuelve a pavimentar una vereda “sin alterar superficies”, o sea respetando el material original.
Lo que les parecería un verdadero disparate y un atentado a la propiedad privada a nuestros funcionarios de Desarrollo Urbano –y a los de Cultura también– es el caso del único lote disponible para construir en toda la Ciudad Vieja. Resulta que allí se alzaba una casa de fines del siglo 18 de no muy buena calidad, que ya mostraba problemas estructurales de años. El huracán Hugo, de 1989, que afectó al 75 por ciento de los edificios históricos, la maltrató bastante y hace un par de años la casa fue clausurada y demolida. Lo único que quedó fue el ala trasera, de ladrillo y piedra, que aguantó firme la tormenta. El terreno, con el pastito bien cuidado, exhibe hoy un cartel de venta, un cartel de autorización oficial de construcción y un tercer cartel que hace toda la diferencia. El tercero es una alzada muy simple de lo que se puede construir en ese lugar, una réplica de la casa original. No se puede hacer otra cosa para no quebrar el estilo de la cuadra y del barrio. Sólo en los interiores se puede ser “libre”. Hasta en la recesión dura que vive Estados Unidos hoy en día el terreno vale una fortuna, porque los dueños saben que vivir en el Casco Histórico de Charleston no sólo no es perder dinero sino que es ganar status y capitalizarse.
¿Cómo se logró esto? Con inteligencia política, rigor y consistencia. Y con ganas de hacerlo, que aquí falta porque el único negocio privilegiado es la construcción salvaje, la torre malandra.
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