› Por Jorge Tartarini
Desde que las primeras civilizaciones fueron perdiendo su carácter nómade y comenzaron a asentarse en lugares más permanentes, la evacuación y tratamiento de las aguas servidas se convirtió en una preocupación importante. Gracias a investigaciones arqueológicas, podemos saber que en el Valle del Indo –actual Pakistán–, hacia 2500 a.C., se utilizaban sistemas de canalización para desechar las aguas servidas, baños públicos y privados con retretes y caños de barro cocido. Además contaban con un sistema de cloacas que desembocaban en enormes pozos sépticos.
Más conocidos son los baños con tuberías de agua fría y caliente y retretes con depósito de agua superior usados en los palacios de Creta hacia el 2000 a.C., considerados por algunos como el primer inodoro de la historia. La cultura minoica o cretense no sólo contaba con baños sino con habitaciones con sistemas de calefacción por aire. Si de avances hablamos, la Cloaca Máxima, primera gran obra de saneamiento de la Antigüedad –comenzada por los romanos en el siglo IV a.C.–, ocupa un lugar excluyente: con ellas, Roma gozó de un sistema de retretes con agua corriente que Londres recién tuvo en 1851.
Con la caída del Imperio Romano también desapareció esta fenomenal ingeniería sanitaria, y durante muchos siglos las pestes y la falta de higiene fueron moneda corriente. Aun en el siglo XVII, palacios como Versalles, pensados para un millar de nobles y unos 4 mil sirvientes, pese a sus grandiosas cascadas y fuentes exteriores, no incluían instalaciones para retretes o cuartos de baño. La gente hacía sus necesidades en los lugares más diversos, incluso en los geométricos parterres. El aseo corporal generalmente era sólo una vez por año, de allí el uso de abanicos y perfumes para disimular el hedor. Los cortesanos y la realeza usaban pelucas para aparentar, además de status, limpieza.
En el siglo XVIII, con el nacimiento de la Revolución Industrial en Gran Bretaña, los efectos de la urbanización e industrialización produjeron hacinamiento y miseria. Un punto de inflexión fue, en la década de 1830, un grave brote de cólera que diezmó la población de Londres. La capital inglesa, como París y otras ciudades europeas, sencillamente apestaban. El Támesis era una especie de cloaca a cielo abierto y su hedor era tan insoportable que en la Cámara de los Comunes debieron colgar cortinas bañadas con desinfectante en las ventanas.
La solución llegaría con la construcción bajo la ciudad de una red de alcantarillado de 1200 kilómetros, proyectada por el ingeniero Bazalguette. Los resultados fueron inmediatos y las epidemias cesaron. Junto con las obras subterráneas también fueron necesarios establecimientos e instalaciones donde se procesaran los desechos y “materias excrementicias”. La labor de Bazalguette y de otros ingenieros británicos en este terreno rápidamente se difundió a otros países de Europa, Asia, Africa y América. Junto con ella se esparció el particular sello de la arquitectura industrial inglesa de mediados del siglo XIX con obras que combinaban formas, técnicas y materiales de la tradición funcional, con vertientes pintoresquistas, corrientes medievalistas o del románico y, más comúnmente, un variado repertorio clásico y renacentista. En este proceso de transferencia de tecnología y programas arquitectónicos, se plasmaron obras notables y poco conocidas. Un poco por su carácter industrial y por pertenecer a un patrimonio no debidamente valorado, pero mucho por el carácter del tema que involucraban. Lejos había quedado la moral victoriana, pero de la arquitectura de las cloacas y los desechos difícilmente se hablaba.
No obstante, entre nosotros existen excelentes ejemplos. En Wilde, por ejemplo, se encuentra una Planta Elevadora que recibe los líquidos de distintas cloacas máximas de la Capital. Proyectada en 1882 por el estudio del ingeniero John F. Bateman, y conformada por un repertorio completo de edificaciones de ladrillos rojizos, con piezas de terracota importadas, mansardas de pizarras, arquillos, espacios verdes, chimeneas y rejas de hierro fundido de la firma escocesa de W. Macfarlane. Casas de máquinas, caballerizas, carboneras, hornos incineradores, chalet del administrador y otros edificios industriales posteriores, igualmente valiosos.
Para contribuir a su debido reconocimiento y protección, este conjunto industrial días atrás fue propuesto como Monumento Histórico Nacional. Un paso necesario para continuar acrecentando el patrimonio industrial argentino declarado. Y sobre todo para demostrar que de “eso” sí se habla.
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