› Por Facundo de Almeida
La semana pasada, el editor de m2 relató con lujo de detalles el camino que debió recorrer la propuesta de proteger la ciudad de Goya, mediante una declaración como “Pueblo histórico”, en el marco de la Ley 12.665.
El proyecto que apuntalaron desde un inicio Teresa de Anchorena, vocal de la Comisión Nacional de Museos, Monumentos y Lugares Históricos, y un numeroso grupo de ciudadanos de la ciudad correntina comenzó a materializarse cuando dos senadores nacionales que representan a esa provincia del Litoral impulsaron la ley en el Senado de la Nación.
Una primera novedad es que un proyecto conflictivo –la corporación arquitectónica y el poder político local se oponían– encontró apoyos en el Poder Legislativo nacional. Una modalidad que es –o era– moneda corriente en la Legislatura porteña desde la creación de la Comisión de Patrimonio Arquitectónico, pero que no había ocurrido en el ámbito federal. Tal vez la expropiación de la Confitería Del Molino pueda ser el próximo ejemplo.
Sin embargo, lo más novedoso de este caso no es el ámbito en el cual parece que se terminará dirimiendo la protección de Goya –ahora el expediente pasa a la Cámara de Diputados– sino dos cambios que conceptualmente modifican lo actuado hasta el momento en la protección del patrimonio cultural a nivel federal.
Uno de los aspectos es la protección del bien –en este caso un área completa de la ciudad– a pesar de la oposición de algunos sectores. Hasta ahora, con alguna excepción, las declaratorias nacionales normalmente protegían lo que nadie pretendía destruir y por el contrario no se concretaban ante la más mínima oposición de los propietarios o las autoridades políticas involucradas.
Los lectores de m2 recordarán el caso de la Escuela Normal de La Rioja, cuya protección se impidió en pleno recinto de la Cámara de Diputados, en una vergonzosa sesión con los diputados levantándose de sus bancas.
Este primer cambio es fundamental, porque proteger lo que no está en peligro es en todo caso inocuo, y no proteger aquellos que se pretende demoler porque alguien se opone es desvirtuar el propio instrumento de la protección patrimonial y violentar el derecho colectivo a la preservación del patrimonio cultural que consagra la Constitución nacional.
La otra novedad es que se decide proteger porque un grupo de ciudadanos se organiza y decide reclamar la preservación de su ciudad, contrariando la intención de la corporación arquitectónica asociada a la política.
Esto demuestra que la cuestión del patrimonio ya no es un tema reservado a los especialistas, sino que son los ciudadanos quienes pueden opinar sobre los criterios de “patrimonialización” de los inmuebles que consideran valiosos.
Está claro que la protección de bienes culturales pese a la oposición de determinados sectores y la participación ciudadana en esta cuestión son rasgos de esta nueva etapa que han llegado para quedarse.
Guste o no a algunos arquitectos, la defensa, la valoración y la preservación del patrimonio cultural son cuestiones que poco a poco van cobrando relevancia en la agenda política, y que en todo caso la restauración y la gestión del patrimonio son los campos reservados a los especialistas. El primero a los arquitectos y el segundo a los gestores culturales.
El funcionario que no entienda esto y piense que la multiplicación de organizaciones no gubernamentales vinculadas con esta temática es una moda pasajera, seguirá errando su diagnóstico y por lo tanto, equivocando sus decisiones.
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