Sábado, 22 de diciembre de 2012 | Hoy
Hace años, en el pago viejo de Capilla del Señor, un chacarero tan criollo como pueden serlo los nietos de irlandeses elogiaba una casa nueva en pleno campo. El hombre era de los preocupados con tanta quinta y suburbio, que los hay hasta en pueblos como ése, en estilos amorfos, pasteurizados o disruptivos. La casa que elogiaba era casi lo único a la vista en una larga tira de tierra abierta, con un buen monte y cerca del arbustaje que marcaba la costa del río local, posición que permitiría arruinar un paisaje entero. Pero por suerte, “hicieron una casa bien criolla, de las lindas”. El comentario se destaca porque el edificio en cuestión era de pura cepa inglesa, un rectángulo blanco con techos de chapa pintados de verde oscuro, un bow window en un extremo, una chimenea alta y una galería panzona, con pinta de andén. De hecho, la casa parecía una estación pequeña y sin rieles.
La explicación al comentario no pasa por el apellido del que lo hizo, lleno de Ks y vocales compuestas, sino a la herencia que explica Jorge Tartarini en su nuevo, espléndido libro. El Patrimonio Ferroviario Bonaerense se autodefine desde la tapa y recorrer sus páginas permite entender la intensa integración a nuestro paisaje cultural de una arquitectura importada hasta el último detalle material y conceptual. Los británicos se las arreglaron para encontrarle un lugar en un paisaje de antípodas, como lo hicieron en rincones imperiales como Australia o Sudáfrica, y de alguna manera inesperada los argentinos lo adoptamos como propio. Una casa “ferroviaria” es ahora “criolla y de las lindas”.
Este libro editado por el Instituto Cultural de la Provincia de Buenos Aires que dirige Juan Carlos D’Amico es a la vez una historia del ferrocarril argentino –que arranca justamente en esta provincia– y un catálogo razonado de sus edificios. La arquitectura del tren participa de un milagrito conceptual, el de haber nacido casi perfecta de un modo que jamás logró un aeropuerto. La primera estación jamás construida, muy a principios del siglo XIX en el sur inglés y largamente demolida, es perfectamente reconocible: cualquier ser humano de este siglo sabría dónde comprar su boleto y esperar subir. Nada de esto fue casual y el enorme conjunto de edificios que dejó la red argentina, de las mayores del planeta, fue planeada al detalle y en muchos casos importada para montar en estas pampas.
Una curiosidad que ilustra este valioso libro es el intento del Ferrocarril del Oeste, el primero y de capitales argentinos, de crear un estilo propio de edificio. Las fotos de estaciones como la de Merlo o General Rodríguez, de 1860 y 1864, muestran unos caserones criollos más o menos italianizantes, con amplias galerías. Pocos años después, el estilo inglés es el típico en la mayoría de las estaciones, aunque no de todas y mucho menos de las principales, que exploran pintoresquismos italianos y suizos, se afrancesan con cúpulas, experimentan con el neohispanismo y hasta se acriollan al extremo de parecer galpones de esquila de estancia vieja.
Tartarini es un especialista en patrimonio industrial –por ejemplo, como director del fascinante Museo de Aguas en el viejo palacio de Córdoba y Riobamba– y autor de un fundamental ensayo sobre el patrimonio ferroviario publicado hace años. Es además un autor amistoso con su lector y alguien que parece haber encontrado cada plano, cada diseño de cada estación de la red, y luego haberse corrido hasta ahí para la foto. El final del libro, luego de pasar por andenes, torres de agua y otros equipamientos, toca lo poético al mostrar los paisajes horizontales que rodean a las estaciones más rurales y los entornos urbanos que las acompañan: hoteles, farmacias, pulperías, ferreterías, almacenes y barcitos de tres mesas que fueron o son los centros sociales de pueblos ahora olvidados. En fin, un librazo para cualquiera que sienta estas cosas del país.
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