Tirar los trenes de la Línea A aparece como un “progreso” similar a dejar el CD por el MP3. Pero las cosas patrimoniales funcionan con otra lógica que no cuesta percibir.
› Por Sergio Kiernan
La gran curiosidad conceptual que despierta la mala novela del subte A es cómo puede ser que el gobierno porteño se sorprenda por la oposición al cambio de vagones. Mauricio Macri y su gabinete entero ya nos tienen acostumbrados a un muy bajo nivel intelectual, pero sigue siendo notable que una y otra vez tropiecen con la misma piedra. El pobre de Hernán Lombardi improvisó una salida culturosa, ya que es ministro de Cultura, diciendo que los vagones históricos podrían ser usados como bibliotecas públicas en las plazas. No aclaró si estas bibliotecas van a estar al lado de los bares que quieren licitar, ni cómo las van a llevar a las plazas, ni cómo les van a improvisar baños, ni siquiera de dónde va a sacar los libros para poblarse. Por no mencionar que los vagones no fueron hechos para estar al aire libre y quedarían horrendos en las plazas.
Este tropezar una y otra vez con la misma piedra tal vez se explique por lo que escribió Beatriz Sarlo en estos días sobre la profunda vocación de destruir que tiene la modernidad. Macri comulga con la modernidad de tirar el CD porque compró el MP3 y le debe costar entender que a alguien le interese viajar en un tren de 1913 si puede hacerlo en uno chino, pero flamante. No es el único que piensa así, porque esa idea simplista es artículo de fe de casi todas las profesiones vinculadas con la construcción: lo nuevo es mejor porque es rentable, es mayor y además me permite a mí hacer dinero. Pero así no se construye el patrimonio del futuro, como decía hasta que le dio vergüencita el órgano oficial del CPAU, la voz colegiada de la arquitectura. Falta una dimensión de belleza y trascendencia que una vez caracterizó a la Madre de las Artes, antes de que la planilla Exel pasara a ser la única regla de proyecto. La diferencia la puede ver cualquiera que mire con atención, como se plantea en este ejercicio.
El test de calidad que se puede plantear a una arquitectura es imaginar un edificio como una ruina. Es una prueba que no requiere gran imaginación en Argentina, dado el disgusto local por el mantenimiento. Bastará elegir al pasar cualquier par de edificios de época y estilos diferentes, de preferencia con el sol en baja –el ángulo del atardecer es el más romántico y asociable a la ruina y la decadencia– y que tengan unos veinte años desde su última lavada o mano de pintura.
Un ejemplo porteño es la esquina de Florida y Córdoba, sentados en la esquina y mirando al norte, hacia la plaza San Martín. De chanfle, como en escorzo, está la esquina francesa del Círculo Naval y atrás la fachada larga de Harrods, con un edificio ya medio indistinguible, pero de época, cerrando la cuadra en Paraguay. A la izquierda, lo único que se ve por el ángulo es la masa de once pisos del edificio de oficinas donde solía estar la agregaduría cultural italiana, que dedicó años a entrenar a los barristas del Florida Garden en preparar fortísimos ristretos. El edificio está bien mantenido y es prácticamente de vidrios enmarcados en metal, con poco hormigón a la vista y con un diseño seco y poco solemne que hace pensar en una Lettera 22.
El Círculo Naval, de Jacques Dumant y Gaston Mallet, todavía brilla, con sus bronces lustrados y sus cementos color arena, desde su reciente restauración. No es una obra maestra, pero es un muy buen edificio, creado en 1914 con mano segura y con mucho, mucho movimiento. Su terreno es estrecho y se estira sobre la avenida casi media cuadra, pero su fachada sobre Florida le alcanza apenas para una ventana. Lo mejor del edificio es su esquina, curvada y creando un volumen de cinco pisos de altura –casi exactamente equivalentes a los once de su vecino moderno– que remata en una cúpula de pizarra negra y bandas de zinc que parecen sostener un mirador también de metal gris.
Este movimiento hacia arriba hace de eje del despliegue: la fachada chica, la de Florida, surge un poco sobre dos grandes ménsulas ornadas, mientras que la grande entra y sale, con media docena de columnas monumentales que enmarcan ventanales. Arriba siguen los ventanales, retirados, coronados por grandes dormers con pedimento y columnas. Por si no alcanzaran estos movimientos, el Círculo los completa con fuertes líneas horizontales. Hay un gran piano nobile, elevado sobre un basamento de piedra gris con ventanas que revelan semisubsuelos. Esta gran planta baja se cierra con un largo balcón corrido de herrería negra, con más ménsulas, una gran línea oscura que sostiene visualmente los dos pisos que forman el volumen central del edificio, marcados por las columnas. Esta vasta banda se cierra con una cornisa ornada –dado, ménsula, virola– que sostiene el cuarto piso, cribado de balcones con balustres. Arriba, se cierra todo con la mansarda. Estas horizonales se refuerzan por el maravilloso tratamiento de los tres pisos principales, en bandas alternadas lisas y vermificadas.
Harrods resulta, en comparación, un pariente pobre. Realizado por Chambers y Thomas en el estilo comercial público ya tardío tan abundante en Londres, es un edificio pensado exactamente para una tienda paqueta, pero sin exageraciones, un lugar de referencia para una clase media en expansión y con aires, pero también aceptable para los que ya ascendieron. Es una receta perfeccionada hace mucho por la casa matriz, la de recibir a nobles y bancarios sin espantar a ninguno. El edifico es enorme, con su frente mayor sobre San Martín, un ala sobre Paraguay, un garaje sobre Córdoba y su entrada principal sobre Florida. Ese lado tiene cuatro pisos, los tres primeros con grandes vanos vidriados y el cuarto con sencillas columnas toscanas. El frente destaca sus tres entradas con ornamentos: las menores y laterales con pedimentos quebrados, muy ingleses, ya entrando en el cuarto piso; la central y principal toma toda la altura del edificio, quiebra la gran cornisa del remate y lo transforma en un gran arco. Por encima se levanta la cúpula, no muy inspirada, que deschava la edad real del conjunto. Por allá arriba se acaban los ornamentos y las ménsulas clasicistas, y la cúpula se va achatando en bandas planas de inspiración Art Déco.
Frente a estos ejercicios a la francesa y a la inglesa, de almas distintas, pero raíces clásicas, el edificio de oficinas es una tesis de estructura sencilla. No tiene ni un amague de decoración, sus únicas líneas son las horizontales que marcan sus losas de hormigón y las variaciones son minimalistas: una planta baja algo más alta, para acomodar locales grandes, un breve retiro sobre la medianera señalando la entrada. Arriba, en el noveno piso, el frente se retrocede para crear un largo balcón y en las alturas se adivina un tanque de agua con un coqueto ángulo en su techo, porque el edificio es de antes de que los arquitectos se rindieran y abandonaran las azoteas a los equipamientos. El edificio es un volumen geométrico, un paralelepípedo, una caja abstracta.
Como Harrods está muy estropeado y cubierto con el hongo negro que toma Buenos Aires, y el Círculo Naval ahora está limpio, pero estuvo tantos años negro de hollín, no cuesta imaginarlos como ruinas. Serían edificios a medir, a excavar y estudiar, rescatando fragmentos y recreando sus formas gastadas por el tiempo. Roma abunda en estructuras así, despojadas por el tiempo y el vandalismo hasta volver a su forma pura, como a medio construir, puro espacio. En cualquier estado de ruina, Harrods y el Círculo mostrarían su origen y su nivel de concepción –el horizonte cultural desde el que fueron creados– resultaría claro e irresistible al excavador.
Imaginar como una ruina al edificio de oficinas presenta dos problemas, además de su buen estado de conservación. Uno es su misma simplicidad material, con una piel de vidrios y marcos de metal, de los que no quedaría ni rastros si se acaba el mantenimiento. Lo que encontrarían futuros arqueólogos sería una estructura de hormigón agrietada, con hierros florecidos y rastros de metal oxidado en los frentes. Los interiores seguramente revelarían interesantes elementos de instalaciones técnicas, por los restos de sus cableados y cañerías. Difícil imaginar una exhibición rescatando la imagen cultural de este edificio.
Lo que lleva al segundo problema de los once pisos modernistas en Córdoba y Florida, que están basados en una teoría pasajera, una conclusión bastante idealista y chambona de un momentito del siglo veinte. Sus raíces son tan escasas que la obra casi no dice nada, excepto al que conoce y comparte la teoría. Y sin importar las utopías modernas del autor, el edificio sólo existe porque es más barato de construir que sus vecinos, porque sus pisos tienen alturas menores y porque permite estrujar más metros mezquinos, más rentables.
La misma mentalidad se repite en todos los contratos y todos los “progresos” de la ciudad. Cambiar el CD no es lo mismo que tirar trenes a la basura o demoler el patrimonio edificado.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux