Sábado, 19 de enero de 2013 | Hoy
Por Jorge Tartarini
Todos los días acomoda los enanos en el jardín. Riega prolijamente al caer el sol la gramínea verdísima. Lustra los bronces de la campana y cada pomo de las antiguas carpinterías. También se da tiempo para plumerear cuanto objeto hay en el interior, desde los bancos y mesas de su oficina de jefe y también en la solitaria sala de espera, por duplicado. La de hombres y la de mujeres. Repara goteras, arregla viejos inodoros y mingitorios, porque tiempo ahora le sobra y no es como antes, cuando pasaban muchos más trenes y la estación rebozaba de gente. Tal la rutina de un jefe de estación que conocí haciendo relevamientos ferroviarios, allá por 2002. Si no recuerdo mal era en Gándara. Una de las casi 600 estaciones relevadas y recogidas en un publicación de próxima aparición, Patrimonio Ferroviario Bonaerense, editada por el Instituto Cultural de la Provincia de Buenos Aires y la Dirección de Patrimonio provincial. Aquel universo ferroviario también me mostró objetos, edificios y lugares fascinantes. Como unos baños de hierro fundido, para hombres, colocados a corta distancia de la estación, hechos con placas delicadamente decoradas en bajorrelieve, y con el sello de la fundición escocesa de W. Macfarlane. Era común que las empresas ferroviarias británicas afincadas en el país acudieran a proveedores de las islas para el equipamiento e infraestructura de sus ramales, y de eso dan cuenta los sellos de las mismas en puentes peatonales, columnas, surtidores para locomotoras, etc. A medida que se alejaban de las ciudades, la lógica del deterioro por desguace o destrucción disminuía, y en algunos edificios abandonados todavía se respiraba olor a tren. En sus altos cielorrasos medio desvencijados, en los marcos y rejas de las boleterías, en las chimeneas esquineras, en la soledad del andén y esos ladrillos con listones de madera, antes atosigados de avisos y publicidades de remates de hacienda, de las últimas novedades de las casas importadoras. Se respiraba ferrocarril también en los entornos. En el infaltable montecito de eucaliptos, en las enredaderas de flores violáceas que cubrían los alambrados y las garitas y que, al decir de un paisano, servían para que el pasto no avanzara sobre las vías. Se sentía el tren en las veredas de ladrillos con paraísos y palenques y negocios de cortinas cerradas. Una presencia que se extendía por la calle de la estación hacia el centro de la localidad en los comercios con la última novedad de Buenos Aires. De la misma manera que en la toponimia hoy podemos identificar lugares pasados, en algunos de ellos todavía puede verse el nombre del local seguido del de la compañía ferroviaria que llegaba a esa ciudad. Sin esta aclaración, era como no estar en las páginas amarillas ni en la web. La ruina de cualquier comercio con aspiraciones. Incluso en algunas vidrieras, tras la oferta de electrodomésticos y jeans hoy se esconden los escaparates que antes encandilaban con lo traído por el tren. Otras estaciones mostraron la cara opuesta. Algunas eran el último techo de una familia acuciada por la necesidad, otras eran ruinas, vestigios, con paramentos sin techos ni aberturas...Allí también estaba el tren, pero desde otro lugar, dramático, pero tan valioso como los sueños, nostalgias y remembranzas de lo que fue y pudo haber sido.
No es común que en la ecuación para recuperar nuestros trenes, ambos mundos se unan y alimenten. En general, desde el campo de la cultura y el patrimonio la dimensión social y económica del fenómeno ferroviario no es suficientemente considerada en las propuestas; mientras que, desde la lógica de los expertos en este sistema de transporte tampoco es común la valoración de sus expresiones como parte fundante de nuestra memoria e identidad. Desde luego, sentarlos a una misma mesa de discusión no es sencillo.
El rescate del tren debería conjugar de manera integrada cultura, sociedad y economía, pues no habrá rescate posible si se atienden parcialmente estas cuestiones.
Patrimonio, patria, nación. Una trilogía que engloba, además de una herencia cultural, un vínculo indisoluble. Y para fortalecerlo, el presente y futuro del transporte ferroviario –considerado en su triple dimensión– jugará sin dudas un papel insoslayable.
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