Sáb 24.05.2003
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Los usos de la provocación

El israelí Ron Arad adoptó el papel de francotirador del mundo del diseño. Su estilo lanzado le valió calificativos como “el bruto más fino del mundo” y una clientela que va de Gaultier a Michael Jackson. Una exposición en Barcelona funciona como introducción al raro mundo de un diseñador que vende 1000 kilómetros de estanterías al año.

Su silla de 1997 lleva un nombre digno de Tom Wolfe: “Fantástica plástica elástica”. Cuando la firma Bonaldo le encargó otra silla, le quiso poner “Ronaldo”, para unir su primer nombre, el de la firma y el del jugador brasileño que lo desvela de admiración. “Pero Ronaldo había registrado su nombre en Italia hasta para objetos –se ríe Arad–, y tuvimos que poner un guión en medio, Ron-aldo.”
Esto de los nombres no es para llamar la atención nomás, sino una manera de etiquetar su actitud no convencional: Arad detesta estar a la moda y su pasión es quedarse un paso adelante. En sus posgrados del Royal College of Art de Londres suele criticar a sus alumnos diciéndoles que sus productos son “un poco Wallpaper”, “un tanto Ikea”. Arad, después de todo, se hizo conocido por diseñar un equipo de audio incrustado en bloques de hormigón en 1983, cuando era un pibe. La muestra que lo resume en Barcelona se llama Ron Arad: tomarse libertades.
Obsesivo y muy controlador del detalle en el proceso de su trabajo, Arad se confiesa muy influido por la idea de Marcel Duchamp del ready-made. Sus diseños con materiales de desecho o de segunda mano –como su sillón Rover, que da un contexto diferente a la butaca de un viejo auto Rover– le valieron etiquetas como neorruinista, chic salvaje, tec-posnuclear y, más modesta y sesudamente, chic austero, inventada por el crítico inglés John Thackara. Una anécdota al paso: en esa fase, todo el mundo le decía a Arad que sus productos parecían surgidos del mundo posnuclear de Mad Max. El hombre se tuvo que alquilar la película para entender qué le estaban diciendo. Puesto a discutir etiquetas, Arad dice que es “pos todo, neo nada”. “Trabajo en el estudio sin compromisos, lo que me permite investigar sin plantearme si a la gente le va a gustar o no”, dice. “No hay reglas en este proceso creativo. Hay ideas, muchas ideas, pues son lo más barato. La clave está en elegir aquellas en las que pueda merecer la pena involucrarse.”
Arquitecto además de diseñador, su estudio, situado en la alternativa zona londinense de Candem, sirve como ejemplo de una estética de formas inquietantes y acabados rústicos –a veces temerarios en su cultivo del feísmo, como un par de flecos metálicos que salen de los extremos de las vigas de hierro–. En el primer piso de este espacio, que sirve de oficina de proyectos y sala de exposiciones, se muestran algunas de sus creaciones más interesantes. Ahí está el sofá Misfits (inadaptados), que diseñó para la firma Moroso en 1993, compuesto de piezas modulares. Ron Arad explica que le dio ese nombre al sofá simplemente “porque las piezas no se ajustan unas con otras”. También cuelga de la pared de su estudio la pieza Bookworm (literalmente, Gusanolibro o gusano de libros, pero usada en inglés como nuestro “rata de biblioteca”). Se trata de la estantería original en acero, nacida en 1993 –”el acero es como plastilina” es una de las frases emblemáticas de Arad–. Comercializada en plástico traslúcido de diferentes colores a partir de 1994 por la firma Kartell, la estantería gusano se ha convertido en el éxito de ventas que quitó a Arad el estigma de diseñador escultórico y de serie limitada.
Cuando aterrizó en Londres en 1973, con 22 años, Ron Arad no sabía apenas nada del mundo del diseño. Estudió arquitectura y en 1981 alquiló un almacén de frutas en el antiguo mercado de Covent Garden, donde se encontró a sí mismo fabricando cosas estrambóticas, recicladas y futuristas. Sus ganas de inventar llegaban a extremos tan divertidos como los escalones de tablones enganchados a la pared, que hacían música, como si fueran teclas, a medida que los clientes subían y bajaban. “No creo que sea un piropo que alguien diga: ah, esto no es una silla, esto es arte”, dice. “No me interesa saber, cuando hago una silla, si es arte o no. Para mí sólo hay dos categorías: interesante o aburrido, y lo interesante es la variedad, la mesa más ligera, o la más barata, o la más pensada. Establecer categorías como arte, diseño, escultura o producción masiva sólo sirve para diferenciar a los destinatarios. Hay una gran variedad de consumidores. Pero cuando trabajamos no necesitamos esas clasificaciones.” En este proceso creativo de ideas que atrapan formas, y no al contrario, en esa búsqueda rupturista, sensual y un poco chiflada, y en esa huida de las clasificaciones, el diseñador no puede sino desmarcarse de frases como “la forma sigue a la función”. Su aproximación al diseño como fuente de placer, y a la casa como el intento de sus moradores de ser felices, le hace reivindicar un modelo mestizo. “Cualquiera que explique cómo deberían ser las cosas está diciendo una mentira”, dice. “Adolf Loos puede hablar de que el ornamento es un crimen y a continuación ves una fantástica creación que es ornamental. Los manifiestos sobre cómo deberían ser las cosas deben ignorarse.”

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