Repudios, críticas, denuncias penales, el tema urbanístico instalado a nivel nacional y la certeza de que la ganancia de los especuladores se paga con vidas.
› Por Sergio Kiernan
El intendente de La Plata, Pablo Bruera, va a enfrentar cargos penales por los muertos en las feroces inundaciones en su ciudad. Los abogados avisan que también le van a cargar el incumplimiento de sus deberes de funcionario, mientras que los diputados opositores buscan crear una comisión investigadora y ATE denuncia que el problema es también el de la “construcción desmedida”. Con menos muertos, el intendente porteño Mauricio Macri puede terminar su carrera con la misma carga de homicidios culposos.
Todo el debate post tragedia gira alrededor de la falta de obras públicas y del exceso especulativo en la construcción. Bruera y Macri son culpables de ambos cargos, el de no hacer las obras que salven vidas y propiedades, y el de proteger políticamente a los especuladores. El platense se peleó con sus propios ciudadanos para permitir que demolieran el extenso patrimonio edificado de su ciudad, algo que ahora vende como la decisión racional de concentrar las obras “en la zona central”. Si Bruera piensa que esto es neutral, debería repensarlo, porque todos entienden que privilegia la obsesión de los especuladores, la ubicación, por sobre cualquier criterio social de preservar el patrimonio y la seguridad de los que viven en su ciudad. Para peor, el Código de Ordenamiento Urbano que inventó, que forzó en su Concejo Deliberante y que le firmó el entonces secretario de Obras Públicas bonaerense Martín Repetto –que tampoco objetó nada como presidente de la Comisión Nacional de Monumentos– permitía hasta construir en los pulmones de manzana.
Lo que queda en claro es que el mito de la alta densidad urbana como algo bueno –vivir apiñados, destruir el patrimonio porque los edificios son más chicos y más bajos– implica transferirle el costo del negocio a la sociedad. Las ganancias de estos vivos las pagaron los platenses con vidas y con las obras públicas que ahora hay que hacer, cientos de millones en canales, túneles y entubamientos. Nada de esto será pagado por los especuladores, es dinero público que pone la sociedad en su conjunto.
En otras latitudes estas cosas se le cobran directamente al especulador, que enfrenta obligaciones variadas dependiendo de dónde quiere hacer su negocio. Por ejemplo, los derechos de construcción no son parejitos en todo el tejido urbano o apenas dependientes del valor del terreno, sino que varían de acuerdo con el grado de saturación del barrio en cuestión. Los gobiernos deciden dónde se pueden agregar más metros y dónde parar la mano, y cobran tasas en consecuencia. También crean obligaciones como la de hacer obras hídricas o de infraestructura para el edificio en sí antes de que arranquen las obras, cosa de que no se “olviden”, como el DOT. Y hasta pueden obligar a las constructoras a comprar terrenos para hacer plazas, como parte del paquete impositivo del emprendimiento: entre siete u ocho negocios, el barrio se gana una manzana de verde.
Nada de esto es fácil, tal vez ni siquiera posible, con el nivel de corrupción que exhiben nuestros estados municipales. No hay ámbito de la República donde algo no sea “arreglable” o directamente exista la obligación absoluta de arreglar hasta para hacer obras perfectamente legales. Un par de emprendedores extranjeros que trabajan entre nosotros descubrieron esta obligación de la manera más dura posible, cuando les pincharon el globo de que había que pagar igual aunque se cumplieran las reglas...
Pero los sesenta muertos de Semana Santa pueden ser el argumento que marque el antes y el después. Bruera no debe haberse imaginado el nivel de repudio y acusaciones que el tema urbanístico le iba a generar. Macri posiblemente sí, porque siempre se dedicó a construir y su carrera política consiste en haber cambiado de lado del mostrador, no de profesión. Que la misma Presidenta toque el tema y mencione explícitamente a privados que no hicieron las obras que debían hacer es un cambio de nivel del tema: patrimonio y urbanismo, especulación inmobiliaria y negociados están ahora en el primer nivel de la política.
El Capba
El Colegio de Arquitectos de la Provincia de Buenos Aires acaba de publicar una larga crítica a la situación, que contrasta de modo refrescante con el tipo de tonterías que suele emitir, por ejemplo, el CPAU. Con la firma de su presidente, Adolfo Canosa, el colegio expresa su solidaridad con las familias que perdieron a los suyos en la tormenta y define la situación como “la revelación del déficit histórico en la agenda pública de políticas de planificación y gestión urbana”.
El Capba considera “inadmisible achacar a la pura fatalidad lo padecido”, ya que el problema es la “desaprensión por el ambiente natural, su topografía y régimen hídrico, la ausencia de planificación urbana, un dominante mercado inmobiliario regido sólo por las leyes que maximizan la renta urbana y la constante expulsión de los pobres hacia asentamientos localizados en los peores sitios”. Y cuando llega el diluvio, esta situación creada por hombres cínicos y ávidos se agrava por la falta de planes de contingencia para ayudar al otro.
Como para ampliar el contraste con el Colegio Profesional de Arquitectura y Urbanismo, que se pronuncia sólo para defender grandes empresas o para sancionar a arquitectos criticones, como Fabio Grementieri, los bonaerenses hasta se disculpan: “Nos sentimos responsables de no haber amplificado y difundido los conocimientos y herramientas existentes que podrían haber reducido el impacto de la naturaleza, así como no haber exhortado, con la vehemencia necesaria, el hacerse cargo por parte del Estado, en todos sus niveles, del destino de las ciudades con políticas públicas específicas”.
La carta sigue advirtiendo que las soluciones superan el mandato de un político u otro, con lo que deben ser políticas de Estado. Y avisando del peligro de la “desjerarquización y dispersión de las áreas técnicas provinciales y municipales en materia de recursos, sumada a su inercia para adoptar modelos eficaces de gestión y promover procesos de planificación urbana, la carencia de articulación y cooperación interinstitucional en cuestiones regionales, son solo alguno de los déficit evidenciados”.
Esta situación es funcional a un “modelo consumista depredador” que privatiza el espacio público y aumenta el precio de la vivienda. “Vastos sectores populares no controlan la exposición al riesgo de su localización, mientras que otros sectores más acomodados se entusiasman con la valorización de sus propiedades y son cómplices del ocultamiento de las zonas de riesgo hídrico”. El resultado es una “urbanización insensata” que ni respeta el curso de la lluvia.
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