› Por Jorge Tartarini
Enhorabuena los días de los monumentos, de los sitios y del patrimonio, local, nacional, regional e intercontinental. Casi por decantación estas celebraciones han hecho por la gente tanto o más de lo que pudieron congresos, charlas y eventos varios. A la distancia, aquel rosario de recomendaciones, esperanzadas y sanamente orientadas, fueron abriendo el camino para los actuales logros, pero la velocidad de los cambios pronto mostró sus limitaciones. Aquella lucha no fue en vano, pero está claro que la de hoy asume nuevos códigos, actores y estrategias. Bienvenidas entonces las celebraciones si, apelando al plagiado principio montevideano, el cumpleaños se convierte en cumpledías para el patrimonio. Gracias a los onomásticos, si luego no sucede con ellos lo que con el Carnaval de Río el Miércoles de Ceniza, cuando se acaba la fiesta y las máscaras visibles ceden paso a otras invisibles, rutinarias e inapelables. El patrimonio abandona entonces su efímero protagonismo, se jubila y todo vuelve a la “normalidad”, es decir, a una cotidianidad en la que debe luchar por ganar respeto y valoración entre la gente, por sentirse reconocido y querido y, también, por lograr un espacio en la agenda de los gobernantes a la hora de hacer efectiva su conservación.
Los llamados de alerta a esta nueva apertura de la noción del patrimonio en ámbitos más amplios de la sociedad parece no ser percibida por la armadura tradicional de conceptos y valoraciones en torno del patrimonio, poco permeable a este diálogo fructífero y esclarecedor. Quizá porque no se llega a entender que, cuando la gente no encuentra en sí misma suficiente motivación para entender como suyo el patrimonio, las restantes argumentaciones suenan más a videoclip, a pantallazo publicitario, que a un planteo profundo de por qué y para qué debe valorarse, protegerse y disfrutarse nuestro legado cultural.
Tampoco ayudan demasiado las argumentaciones que en ocasiones utilizamos los especialistas, más seducidos por la sabiduría que por la humanidad del patrimonio. ¿Cómo apelar a extensísimas fundamentaciones patrimoniales con peso mayúsculo del ayer, si se subvalora la compleja y contradictoria realidad del patrimonio de hoy? Pareciera que, del mismo modo que el presentismo de estos tiempos ataca especialmente a los jóvenes que saben mucho de actualidad y poco o nada de historia, no es menos cierto que los exclusivamente preocupados por la memoria del pasado adolecen del efecto inverso. En ellos, las dificultades por llevar a la práctica la consabida muletilla que proclama la utilidad del ayer para comprender mejor el presente se hacen evidentes. Una visión más equilibrada e inclusiva permitiría analizar en su cabal dimensión la problemática patrimonial de nuestros días, en la que conviven desde planteos filantrópicos hasta grupos inversores que lo reivindican como salvavidas de lujo para centros históricos empobrecidos.
Explorar –a la vez– tradición cultural y mundo actual, y avanzar creativamente sobre un camino que reflexione sobre los valores y disvalores de su grandeza y de su decadencia, puede resultar más o menos gratificante para la salud del patrimonio si en la ecuación –o más bien el cóctel– se incluyen proporciones mucho más terrenas, atadas al sentir y vivir de todos nosotros. Una advertencia que la prosa de Rodolfo Kusch explica con lucidez: “Es que el pueblo no habla el mismo lenguaje que nosotros. Su abecedario no tiene letras, apenas formas, movimientos, gestos. Y no es que el pueblo sea analfabeto, sino que quiere decir cosas que nosotros ya no decimos” (Indios, porteños y dioses, 1966).
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