Una editorial española tuvo la brillante idea de reeditar la obra máxima de Lewis Mumford, La ciudad en la historia, en su traducción argentina. Un reencuentro con un clásico necesario que sigue fresco y original.
› Por Sergio Kiernan
Será algo de norteamericanos, será algo de un cierto momento cultural del siglo pasado, la cosa es que en un período de pocos años y en una geografía ajustada se escribieron varios de los libros más fundamentales para entender las ciudades que tenemos. Y no los escribieron arquitectos, ni urbanistas, ni diseñadores. Los escribieron periodistas, sociólogos y artistas como Jane Jacobs o Mary McCarthy en un proceso muy fácil de entender para el que no está defendiendo un kiosco o un negocio. Que la ciudad no la hacen los profesionales, que no la viven los profesionales, que no la definen ellos.
El periodista de la ecuación fue Lewis Mumford, protagonista de un período de enormes transformaciones en Nueva York, su base de operaciones. Mumford tuvo amigos y enemigos en los intendentes de la época, en los personajes que demolieron y construyeron, en los “ismos” que parecían finales y eternos y hoy se mostraron como modas pasajeras ya anticuadas. Lo notable de Mumford fue que se pasó de la columna en el diario y la crítica a una suerte de teorización terrestre, una observación cuerda y sistematizada que plasmó en varios libros. El mejor, su “clásico”, es nada menos que una historia de las ciudades como idea y lugar que acaba de ser reeditada luego de décadas de ser una rareza.
El muy lindo volumen se llama La ciudad en la historia y se subtitula “Sus orígenes, transformaciones y perspectivas”. Es de tapa dura y buen papel, muy superior al paperback norteamericano hoy disponible y a las copias destrozadas de la edición de hace cuarenta años. El mérito es de una editorial española flamante, pepitas de calabaza, que decidió no volver a traducir el original sino utilizar la versión del argentino Enrique Luis Revol, impecable, neutral y sin nadie diciendo “gilipollas” o algo así. El resultado son algo más de mil páginas de puro placer intelectual.
Mumford publicó su tomo en 1961 y el medio siglo se nota apenas en el énfasis antropológico del libro, como era la moda en ese momento. Lo que sigue intacto y fresco es la llaneza cuerda de sus ideas, la falta completa de jerga y el brillo de sus insights sobre el fenómeno urbano. Mumford subraya cosas como que ya en la prehistoria logramos el repertorio completo de animales y plantas domesticadas, con lo que en los últimos milenios sólo agregamos detalles gourmet o trasladamos de un hemisferio a otro cosas ya domesticadas en otra prehistoria.
La practicidad de las ideas de Mumford se potencia por su absoluta falta de sanata teoricista. El autor no tiene en mente una ciudad ideal y no quiere vendérsela a nadie, defecto sistemático de tantos libros olvidados y olvidables. Lo que realmente le interesa es por qué vivimos en ciudades, en espacios donde nos juntamos. Así le van surgiendo ideas todavía llamativas, como que la vida urbana y sedentaria sea en realidad un invento de las mujeres, principales protagonistas económicas de la “nueva economía” del cultivo, la vivienda permanente y la ganadería. A esto se le suman insights como el valor erótico de la aldea, invento que marca el arranque de una era de abundancia alimentaria, de cosechas controlables, de ganado multiplicándose y algo de tiempo libre con panza llena, condición esencial para crear una cultura. Frente al viejo paradigma de la caza, la pesca, la recolección y el nomadismo, la vida urbana es un paraíso donde se tienen más hijos que viven más tiempo.
Mumford se escapa de la enumeración creciente de tamaños e historias, y evita como la peste tomar el rábano por las hojas. Por ejemplo, se escapa a las explicaciones simplistas de la ciudad como un instrumento de poder político y económico de cierta casta, planteando que bien puede ser al revés, que el espacio urbano hizo posible el surgimiento de esos grupos dominantes. Es que para este autor, la ciudad es una manera de magnificar la vida misma y no de reunir funciones dispersas. Mumford recuerda que Utopía no es el nombre de un lugar sino de una ciudad, y que la ciudad recién inventada “es un nuevo mundo simbólico que representa no sólo a un pueblo sino a todo un cosmos y sus dioses”.
Por supuesto que no todo es bonito en una ciudad, y mucho menos utópico. Mumford marca la contradicción de que la vida urbana sea más libre y segura a la vez que más controlada, llena de agresiones y de represión. La vida natural será, como en la famosa máxima, brutal, violenta, corta y solitaria, pero la civilización incluye a la policía. De hecho, la creación de la ciudad como lugar se funde perfectamente con la creación del gobierno como maquinaria de control.
Este tipo de observaciones se sostiene con datos encantadores, como que el tamaño de la casa promedio no cambió mucho desde la más remota antigüedad urbana. Los cimientos de viviendas en todo el mundo muestran que babilonios y chinos de hace milenios ya consideraban normal tener entre 70 y 100 metros cuadrados cubiertos, más o menos el promedio del departamento porteño de hoy. También eran comunes la propiedad horizontal, el departamento sobre un pasillo, la cloaca, el baño, el agua corriente, la cuneta y el lomo de burro, todos encontrables en Lagash y Roma. Las primerísimas ciudades hasta muestran el damero de calles rectas con plazas cada tanto que uno asocia con España y el racionalismo urbano del Renacimiento. Que este urbanismo, el agua corriente y la recolección de basura se hayan perdido durante tantos siglos y reaparezcan como novedades en el siglo XIX le permite a Mumford un par de ironías fuertes sobre eso del progreso.
El libro avanza, por supuesto, sobre los modelos de ciudad y las teorías sobre cómo “arreglarlas”, que tantos males han causado y causarán. Bien leído, el tomo puede ser una cura de tanta ingeniería social, aunque sea para mostrar que Le Corbusier no pasa de un predicador en una larga cadena de buscadores de fama con el mismo tema. También impresiona la inmensa complejidad de funciones materiales y simbólicas de las ciudades, la delicadeza de su tejido, su tendencia a decaer y renacer, su flexibilidad en el cambio de funciones. Una ciudad es un bicho complicado que hay que tratar con cuidado y llevar con la rienda corta, no sea cosa... Que Mumford nos siga haciendo pensar así con un libro de 1961 es un homenaje a su talento y su talante. Esta reedición no podía ser más oportuna.
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