Sáb 12.10.2013
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Por los museos

› Por Jorge Tartarini

De muy chico no conocía los museos. Lo más cercano a ellos eran las visitas que hacía con mi abuela a sus amigas del barrio. En su mayoría viudas tempranas, venidas de lejos en barco como ella. Los cuadros del difunto, el casamiento y los hijos, los aparadores con vidrios y espejos biselados, la vajilla y cubiertos de uso virginal, los mármoles y bronces pulidos hasta el cansancio. En los dormitorios los roperos eran inmensos, con una puerta central espejada, rematados por frontispicios floridos, de maderas oscuras. De ellos las amigas sacaban cajas con objetos que luego llevaban a la cama o al comedor diario, donde mate de por medio se ponían a charlar. Eran relatos que se repetían una y otra vez siguiendo la misma ilación. El tiempo de la pobreza y la juventud en la patria de origen, la hambruna, el viaje, el trabajo duro también aquí, los tiempos felices del crecimiento familiar, los hijos, los nietos, y el barrio con sus personajes. Vestidas siempre de negro, para ellas la televisión era la novedad, pero todavía solo como compañía de tardes post siesta y noches tempranas, no la dueña del hogar.

Aquel mundo de objetos era lo más lejano a los museos que conocí luego, en edad escolar. Enormes salones con colecciones que agobiaban sin motivar. Discursos pomposos que intimidaban, sin dialogar. Eran lo contrario al mundo de aquellas mujeres. Lo de ellas era lo sentido. Sus cosas guardadas les hablaban de seres que ya no estaban y también de ellas. Y, aunque ya parecían ausentes de toda fantasía y resignadas a la nefasta danza del tiempo con la que les tocó lidiar, el verlas les iluminaba los ojos con un brillo especial. Nada de esto encontré en los museos de entonces.

Pasó el tiempo y, por fortuna, bajo la inspiración de la museología social surgida a comienzos de los ’90, éstas y otras cuestiones merecieron mayor atención. Esta nueva vertiente entendía el museo como un órgano de construcción de sentidos sociales y de reconocimiento de valores y saberes colectivos, en el que se hibridan disciplinas y metodologías que cuestionan algunas lógicas propias de la museología tradicional. El museo, así visto, parte de un proceso dinámico de construcción social del que emergen significados plurales, que nos ponen en contacto con un concepto renovado de patrimonio, socialmente activo y profundamente evolutivo.

Una mirada fresca e inclusiva que favorece la pluralidad conceptual de ciertas temáticas como la del patrimonio industrial, que no es sólo una tarea de museólogos, arquitectos y urbanistas, sino de sociólogos, geógrafos, historiadores y gestores públicos. Unos y otros comprometidos en una tarea interdisciplinaria y participativa que demanda, entre otras premisas no menos importantes, reflexionar sobre el papel que juega hoy la memoria de la cultura del trabajo entre nosotros.

Aquella visión desestimó el abordaje de los museos de patrimonio industrial como un catálogo de objetos descontextualizados y obsoletos. En su lugar, los consideró resultado de territorios industriales sostenidos por territorios sociales, que exigían ser investigados, conservados y recuperados sin perder de vista su inserción en la sociedad. Este enlazamiento indispensable es el que ayudó a contrarrestar la nefasta tendencia a hacer desaparecer el trabajo y los trabajadores de las escenas productivas, y a desalentar la utilización de artilugios, artefactos vacuos, o fragmentos incomprendidos de los mismos, que los transformaban en verdaderas caricaturas de un patrimonio industrial despojado de contenidos.

Estas y otras propuestas se acercaron de esta manera a la misión trascendental que un museo debería tener en nuestras vidas: el entendimiento de la condición humana y dar sentido a un mundo, en nuestro caso el del trabajo, desde un horizonte sensible que lo reconoce como a nosotros mismos, es decir, como un cuerpo unificado de intelecto y emoción. Para ello, fue reemplazando la tradicional confrontación entre cuerpo y espíritu, entre razón y afectividad, y entre las palabras y las cosas. Así, poco a poco dejaron de estar tan atados a una tradición que priorizaba la concepción por sobre la percepción, relegando esta última por debajo de las funciones reflexivas. Ya desde los ’70 las ciencias sociales habían venido propugnando la necesidad de “recarnalizar” los objetos materiales. Con todo, de poco servirían si en ellos no se explorasen debidamente sus verdaderos atributos y se redujeran sus significados a meras abstracciones semióticas, externas a la vida de las sociedades. Por el contrario, los museos de hoy deberían ser sitios ideales para fomentar una conciencia crítica que asocie espíritu y materia. Lugares donde memoria y creatividad convivan como partes de una misma ecuación y que despierten en la mente del visitante, por sobre todo, preguntas antes que respuestas.

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