Sábado, 26 de octubre de 2013 | Hoy
Por Jorge Tartarini
En nuestro país, desde entrada la segunda mitad del siglo XX hasta el presente, los déficit de vivienda de interés social han ido en constante aumento. Ya en 1957, solo en Buenos Aires y el Gran Buenos Aires existían 101 villas, con 125.000 habitantes. Eran años de planes de “erradicación”, y en los que proliferó una diversidad de organismos nacionales y locales preocupados por mejorar las condiciones de vida de estos sectores sociales. Pero sus intenciones a menudo quedaron sólo en eso. Hubo mejoras puntuales, pero cuantitativamente la situación de la población continuó agudizándose. Ya entonces la Sociedad Central de Arquitectos puntualizaba la necesidad de planificar las soluciones de viviendas sociales con sentido nacional, no como “dormideros aislados en loteos sin infraestructura” y adjudicando al Estado la responsabilidad de crear las condiciones favorables para el logro de la anhelada “vivienda integral”. Pero no eran tiempos de concreciones y todo terminaba quedando en manos del sector privado, con un mercado al que no podían acceder los sectores marginados de menores recursos.
Nacía por entonces la revista Summa. En su número 3 podían verse las primeras fotos de una villa miseria. Se trataba de un precario asentamiento en Retiro, el amanecer de la megavilla actual.
Cualquiera que escuchaba las cifras del déficit habitacional –ya desde entonces– llegaba a la conclusión de que cada gobierno debería emplearse a fondo si quería de veras reducir aquellos números vergonzantes. Pero claro, eso implicaba no pensar en soluciones coyunturales sino en planes a mediano y largo plazo, atendiendo a males endémicos del sector. Algo que no sucedió.
Tampoco ayudó que, cada vez que se intentaron planes habitacionales en todo el país, rara o ninguna vez se optó por recuperar construcciones históricas existentes. Construir a nuevo fue la ley, y sobre la calidad de aquellos emprendimientos que hoy pueblan las periferias urbanas de Jujuy a Tierra del Fuego, mejor no abundar. La mayoría de ellos compiten en fealdad con lo peor de lo que intentaron reemplazar. Su apariencia recuerda las palabras de Alfonsina Storni: “Las gentes ya tienen el alma cuadrada, ideas en fila y ángulo en la espalda. Yo misma he vertido ayer una lágrima, Dios mío, cuadrada”. Generalizar siempre es ingrato, y no faltaron algunos conjuntos residenciales preocupados por el clima y geografía de cada región. Verdaderas rarezas, una pena.
A mediados de los ’80 se acercaron propuestas a las entidades de crédito del gobierno, así como a los ministerios que atendían cuestiones sociales y de planificación, que propiciaban la inclusión del patrimonio edilicio en las políticas habitacionales. Pero siempre hubo reparos y se impuso –en el exiguo terreno del hacer– el construir a nuevo.
Días atrás en Quito, Ecuador, se realizó un Foro Latinoamericano sobre Habitar el Patrimonio, que planteó la necesidad de construir un espacio de reflexión crítica y debate amplio sobre los centros históricos y lugares patrimoniales en general, desde una perspectiva socioantropológica e histórica. Es decir, examinar estos espacios como motores de desarrollo económico y social, a la luz de la dinámica de las tendencias globales de gentrificación, recualificación, renovación, rehabilitación, regeneración urbana. A primera vista puede pensarse: nada nuevo bajo el sol. Pero una mirada retrospectiva indica que el debate, aunque reiterado, sigue siendo necesario, si se pretende proponer formas alternativas incluyentes y democráticas de habitar el patrimonio.
En algunos países fueron “necesarios” desastres naturales para que los gobiernos y sus instituciones culturales tomaran conciencia sobre la importancia de recuperar el tejido residencial de los centros históricos. El sismo de México de 1985 fue una cachetada a la conservación monumental ortodoxa y una lección que rápidamente fue asimilada por todos, en respuesta a las genuinas demandas de la población: “Que el gobierno entienda, lo primero es la vivienda”. Una cuestión por demás compleja y vasta para analizar, desde las tempranas experiencias de rehabilitación residencial –con permanencia de la población original– en los ’60 en el Pelourinho, Salvador, Bahía, a esta parte.
Depositando nuestra mirada más en las posibilidades del patrimonio industrial, quisiéramos llamar la atención sobre su aprovechamiento para usos residenciales. Cierto es que por sí solas no constituyen una solución al citado déficit, pero en muchos casos pueden ser una alternativa más que válida. Todavía, las necrópolis industriales del conurbano, los depósitos ferroviarios, los complejos portuarios desactivados y otros testimonios aún no tocados por la varita del inversor continúan esperando su oportunidad para satisfacer el derecho a una vivienda digna. Que es también decir, en el presente caso, gozar y disfrutar el patrimonio cultural.
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