Sáb 04.01.2014
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Un misterio en Seattle

La ciudad de Seattle, capital del estado de Washington, es de esas que existen medio que por casualidad. Ultima parada en la costa oeste antes de entrar al Canadá y famosa por sus aires bohemio-musicales-grunge, nació como un puerto de comercio de pieles en un lugar muy poco elegible para andar fundando ciudades. Era a fines del siglo XIX y habían encontrado oro en el Klondike, la helada tierra adentro del sur canadiense, con lo que Seattle apareció para desembarcar a los pioneros y venderles equipos y alimentos. Sólo el oro hubiera explicado el lugar elegido, un barranco incómodo frente al mar, de suelo esponjoso y constantemente anegable por las lluvias interminables. Pero la ciudad prendió y creció, y con los años fue cambiando su topografía a fuerza de nivelar arriba del barranco y rellenar abajo. El centro actual es un gran relleno, que no existía originalmente.

Con lo que la noticia de que los ingenieros del sistema local de autopistas chocaron en ese sector con un objeto enterrado enorme y duro despertó todo tipo de especulaciones. La historia comienza con un temblor en 2001 que causó microfisuras en la horrenda autopista que separa el centro del tejido urbano en sí, la típica tontera que pasaba por “renovación y mejora” en los cincuenta y sesenta. Preocupados y aprovechando para restaurar la ciudad “cosiendo” ambos sectores, los municipales decidieron reemplazar la autopista elevada por un gran túnel de 32 cuadras de largo. Para envidia de Macri, el proyecto va a costar 3100 millones de dólares, incluyendo la demolición de la autopista y la parquización de los terrenos así liberados.

El túnel lo está cavando una de esas gigantescas tuneladoras que se usan para subtes y acueductos, pero una especialmente diseñada para cavar más ancho y dejar espacio para cuatro carriles de tránsito. Apodada Berta, la máquina parece una nave espacial de cinco pisos de altura, sólo que trabaja en la horizontal. El monstruo arrancó hace unas semanas su trabajo, triturando el subsuelo blando de Seattle, mientras por atrás se iba montando el revestimiento de hormigón de la avenida subterránea y se instalaban los servicios. En el fin de semana antes de Navidad, Berta se frenó de golpe.

Nadie sabe con qué chocó, porque es imposible ver hacia adelante de la inmensa máquina. La cabina de comando no tiene ni ventanas ni cámaras, porque nada de eso sobreviviría a la violencia de sus dientes rotativos y las toneladas de detritos que producen. En estos días, los técnicos están preparando una suerte de expedición para que alguien, vestido con un traje protector casi espacial, pase por el intersticio entre las ruedas dentadas y vea qué hay adelante. Pero ni eso puede funcionar, porque el enviado se encontrará con una pared rota de tierra, con lo que es casi seguro que no podrá entender con qué chocó Berta. Por eso se está preparando una excavación de quince metros de profundidad para exhibir el objeto y, eventualmente, poder romperlo o extraerlo.

El tema es qué se van a encontrar. Las especulaciones son libres porque, como se dijo, toda esa zona es relleno y es común que aparezca en otras obras todo tipo de cosas, de barcos a casas enterradas. Como Seattle fue un gran puerto de contrabando en la época de la Ley Seca, los locales ni se inmutan cuando se encuentran colecciones de barriles, toneladas métricas de botellas, autos, cadáveres o armas. En el museo local recordaron, sobriamente, que nada de esto podría frenar un leviatán del porte de Berta, con lo que las apuestas se concentraron en dos variantes.

Una es que la tuneladora se haya topado con una locomotora enterrada, que podría haberla parado en seco. La parte baja de Seattle estuvo antaño llena de galpones y muelles de descarga comunicados por una suerte de ferrocarril portuario, con lo que es perfectamente posible que alguien haya usado una locomotora en desuso para anclar el cimiento de un edificio posterior. La otra apuesta es la más posible y la más aburrida: que sea una gran roca. Seattle estuvo hasta hace diez mil años bajo una capa de hielo de casi un kilómetro de altura, que al retirarse destruyó, alisó, cavó y arrugó la topografía, y dejó tiradas por todas partes piedras de tamaño colosal. No sería de extrañar que una quedara con el tiempo a quince metros de profundidad.

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