Sáb 11.01.2014
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Rihanna y Tapalqué

› Por Jorge Tartarini

“Me gusta mi cuerpo, aunque no es perfecto. Me siento sexy, por primera vez”, afirmó la cantante Rihanna. Escuchaban atentos unos parroquianos en una FM de Tapalqué. En otro punto de la provincia, unos estudiantes de arquitectura proyectaban una estación de amarre para dirigibles en la ribera de San Isidro. En un pueblo de la quebrada jujeña, una anciana daba forma en su viejo telar a unos tejidos con motivos puneños y figuras de los Simpson. Y en la TV..., bueno, allí ustedes ya saben. Es terreno de la muerte lenta, en dosis iguales de aburrimiento y horror, real y simulado.

Frente a estas cuestiones –y los cientos de casos parecidos que pueden estar pensando– la pregunta que repica una y otra vez es desde hace tiempo la misma: cómo globalizarnos sin enajenarnos. Cómo acceder a lo global sin perder en el camino girones de nuestra memoria e identidad. O identidades, mejor dicho. En tiempos en que la cultura ya no se define de una vez para siempre y es en esencia algo dinámico, pareciera que de poco vale ceñirnos a definiciones estrictas, con escaso margen para asimilar –y comprender– estos cambios. Hoy la cultura es algo que circula, se produce y se consume. Podemos ver El Chavo o Cantinflas en mandarín, telenovelas colombianas en hebreo, certámenes mundiales de tango bailados por parejas belgas, alemanas, japonesas y alguna que otra del Río de la Plata, con cierta naturalidad. Las condiciones de multiculturalidad son hoy moneda corriente al hablar de estos y otros fenómenos.

El patrimonio como refugio de lo propio, como referencia de identidades y certezas, es visto como un antídoto valioso ante un escenario tan cambiante y complejo. Y ello seguramente tiene buena parte de verdad. Sin embargo, por sí solos, estos mojones sólo en apariencia son inmutables. Su materialidad quizá lo sea, pero su relación con las sociedades no.

Pasa con ellos lo que con los ríos congelados. Aunque estáticos, por debajo ocultan corrientes, en constante movimiento. Y esas corrientes a menudo se relacionan con los significados que la gente deposita en ellos. Los que les otorgan condición de tal. Es decir, su espiritualidad por sobre su materialidad. Sus valores y la relación de afecto de la gente con ellos. Un sentimiento que en algunos casos nunca existió y que, en otros, se fue debilitando por un virus tan letal como el olvido. El mismo que socavó la pertenencia y el pluralismo, y la dimensión social del patrimonio.

Al igual que en otros campos de la relación entre cultura y sociedad, entre lo global y lo local, superar períodos de postergación exigirá de nosotros construir propuestas alternativas que partan de nuestra propia circunstancia y requerimientos. Desechando la opción dialéctica entre “tradición” y “modernidad”, que presenta la construcción de objetos puros, y que en su búsqueda no entiende que una cosa no opaca ni destruye la otra. Examinada siempre, reitero, en condiciones de multiculturalidad y considerando el patrimonio en términos de un capital cultural, de un proceso social que se acumula, se reconvierte, y puede ser apropiado de distintas formas por diversos sectores.

Acercar los monumentos a la gente. Desacralizarlos. Humanizarlos. Hacerlos despertar del letargo que los tiene como espectadores de un tiempo que los necesita vivos y referentes de permanentes búsquedas culturales.

Rihanna, El Chavo y los Simpson podrán seguir haciendo de las suyas. Y sería necio pensar en una capitulación condicionada. Se trata de asuntos de antigua data, que tuvieron otras formas de expresión en globalizaciones tempranas, también con entusiastas y detractores. A fines del siglo XIX se veían pequeñas torres Eiffel distribuidas por toda América y también edificios esperando nieves imposibles. La historia no se repite, continúa. Pero además el tiempo demostró que cuanto más fuerte fue la andadura social y cultural, tanto más ricos en matices, contrastes y reelaboraciones fueron estos fenómenos.

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