Sábado, 7 de junio de 2014 | Hoy
Por Jorge Tartarini
Cuasimodo, una fiesta patronal de los católicos en Chile. Quasimodo, el deforme personaje que la pluma de Victor Hugo dio vida en las campanas de Nuestra Señora de París. Dos palabras casi idénticas. Dos universos con significados totalmente disímiles, sólo separados por una letra. A veces, los sonidos de las palabras se parecen, y casi creemos que estamos hablando un mismo idioma. Pero no, del sonido a lo escrito hay un abismo. Sutilezas y no tanto. Y si de escarbar distancias se trata, también existe un mundo entre las cosas originales o auténticas y las “tipo tal o cual”. Entre nosotros, el saber popular ha dado cátedra en el tema, y nuestros diligentes comerciantes ni qué hablar. Desde el jamón crudo “tipo Parma” que remeda el inalcanzable producto peninsular, hasta los quasimodos automotores que se consumen de este lado del Atlántico, pergeñados por asesinos seriales de diseños de origen (perdón hermanos brasileños). Un terreno en el que, además de lo feo, se juega con la ausencia de elementos de seguridad. Es decir, con la vida.
¿Es sólo una cuestión de euros y pesos devaluados? Sí y no. La vara con que se miden unos y otros sucedáneos posee mecanismos relajados, endebles y poco afectos a exigir. Pero también refleja una cuestión cultural. Dicho así, genéricamente, casi como al final de un café entre amigos. Y sólo para trasuntar lo endémico de un sistema de valores que involucra desde luego al patrimonio. Lo hemos hablado cuando nos referimos a la liviandad con que se encaran las intervenciones profesionales sobre el patrimonio industrial u otros ejemplos no monumentales, como la arquitectura anónima y popular. Liviandad como sinónimo de disvalor.
Tiempo atrás, en un encuentro en San Pablo, tuve la suerte de escuchar una ponencia de un arquitecto del Sphan, el Servicio de Patrimonio Histórico Artístico Nacional de Brasil. Era el proyecto de recuperación de una pequeña estación ferroviaria de un tímido art déco. Un magnífico ejemplo de rigor metodológico y respeto por el testimonio histórico que se estaba interviniendo. Por el testimonio histórico y por el objeto arquitectónico. Sin grandilocuencias, restauración y nueva vida, sabiamente conjugadas. Como debería ser y sin subvaloraciones. No nos referimos sólo al saber profesional. La empatía, sinergia... cariño, que había en cada palabra, denotaba un diálogo abierto entre aquel arquitecto –de un organismo gubernamental– y su obra.
Otra forma de ningunear lo propio es disfrazarlo con oropeles ajenos, para que se parezcan a lo que fueron los modelos de origen o más bien para lo que son hoy luego de intervenidos. Pirámides y cúpulas de vidrio, megaestructuras y demás “tips” de diseño se esparcen como virus por todo el mundo. Y luego dicen que los preservacionistas son flojos de lápiz. Y, por el lado de los de “oro”, ¿cómo andamos? Broma aparte, hasta la imaginación, la reelaboración, a menudo naufraga sumisa también en estos terrenos.
Del querido Eduardo Sacriste siempre nos quedan maravillosas enseñanzas. No sólo de su obra y su teoría. Cierto día nos contaba sobre el accidente que sufrió en una de sus piernas y que no fue obstáculo para su incansable espíritu viajero. Una de sus frases, dicha casi al pasar, quedó repicando desde entonces en algunos estudiantes: “Lo peor que le puede pasar al hombre es acostumbrarse a algo”. Y en esto de acostumbrarnos es probable que nos pase algo parecido respecto de esos sucedáneos patrimoniales replicados por estos lares. De esas experiencias “tipo” restauración o puesta en valor. Sólo espejos desfigurados de identidades ajenas, sólo cuentas de colores hechas para deslumbrar antes que para ayudar a entender mejor lo que somos. Y también lo que “casi” creemos ser.
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