La Roccatagliata con la obra suspendida, la Richmond con ropa deportiva y un barcito, el verde, con contradicciones insalvables.
Por Sergio Kiernan
La quinta de los Roccatagliata en la avenida Balbín tuvo un importante fallo favorable cuando el juez porteño Lisandro Fastman confirmó la suspensión de la horrible obra en esa esquina. La Asociación Civil Amigos de la Estación Coghlan y Basta de Demoler se presentaron pidiendo un amparo para proteger el edificio y bloquear el proyecto, no lo consiguieron y apelaron a la Cámara. Mientras la Sala Tercera decide el caso, la desarrolladora comenzó a cavar y por eso los amparistas pidieron la medida de suspensión. La lógica es no encontrarse con un hecho ya consumado cuando la Cámara decida el fondo de la cuestión.
El caso Roccatagliata tiene puntos en común con el del Ovni de la avenida Caseros por el despropósito del diseño de la obra nueva. En Barracas se trata de un edificio inspirado en una CPU, y para peor pintado de verde neón, a colocar entre edificios catalogados y en un Area de Protección Histórica. El edificio ni siquiera es demasiado grande y ciertamente no es una torre insalvable, con lo que no se entiende por qué los desarrollistas eligieron un diseño tan chocante, tan rupturista: ¿son los padres del autor? Si fuera el caso, es hora de una buena charla padre-hijo.
Algo similar ocurre en Coghlan, un barrio bastante preservado y todavía residencial. La quinta es una linda casa italianizante de las que ya no quedan en esta ciudad maltratada, y un testigo del pasado rural del barrio. El diseño de la obra nueva es simplemente una desmesura que aprovecha que el terreno es en esquina para crear dos “pantallas” de 12 y 27 pisos de altura formando un ángulo recto. En el medio queda la quinta, transformada en una suerte de club house y reducida a una escala de maqueta por la altura de los dos edificios a construir. Justamente, la bronca de los vecinos –que es notable– viene por la enormidad de los edificios que se planean y por su textura simplemente enemiga de todo entorno existente. Los edificios fueron diseñados como bloques vidriados de un modernismo inmitigable, sin ninguna concesión ni a la quinta ni al barrio. Por eso, al ver los renders los vecinos entendieron el diseño como una provocación, lo mismo que en Barracas con el Ovni, así bautizado por los que vieron los dibujos.
Como en ninguno de los dos casos se está hablando de una demolición patrimonial –en Caseros había una fea estación de servicio y en Balbín se preserva la quinta, muy maltratada por sus dueños anteriores– la cuestión central pasa por la escala abusiva y por la creación de los arquitectos. ¿Es posible que haya que ir a la Justicia para frenar el mal gusto de los profesionales? Y después se quejan porque no los convocaron para el Museo Malvinas...
El problema del uso de lugares históricos sigue siendo conceptualmente difícil de administrar, en particular bajo un gobierno porteño que cree que ir a Miami es hacer turismo cultural. Si el Estado sirve, entre tantas otras cosas, para arbitrar, sería de esperar que el macrismo asumiera el papel de mediador entre el interés público y el privado. El Ministerio de Cultura de la Ciudad terminó moviéndose, a empujones y sin ganas, en el tema de los Bares Históricos y lo hizo con cierto éxito en el caso de los 36 Billares. El nuevo dueño del local de Avenida de Mayo es la pizzería La Continental y el anuncio de que no van a cambiar nada en el local muestra una astucia básica, la de disfrutar y aprovechar el capital simbólico del lugar. Es la misma inteligencia de los que tomaron el Británico de Parque Lezama, lo limpiaron y lo reabrieron intacto (con baños nuevos, algo que parecía imposible). ¿Cuánto vale una marca así? Lo mismo hicieron quienes tomaron la bella Las Violetas de Rivadavia y Medrano, sin necesidad de amparos ni protestas. El desfile de gente alegre preguntando cuándo abrían y asumiendo que no la iban a cambiar hizo que estos gastronómicos decidieran una restauración que no tenían planeada. La confitería es un exitazo que tomaría décadas crear desde cero.
Todo esto debería ser de sentido común pero no lo es, como lo demuestra el penoso caso de la Richmond. Cuando una empresa mantiene por muchos años un uso y una textura material en un local, logra eventualmente un capital simbólico, un agregado a su marca que trasciende por mucho el nivel concreto. En parte, la misma permanencia del café –por no perderse en casos más complejos como el Bazar Wright– termina siendo su principal argumento comercial. Quien recuerde con un poco de veracidad los 36 Billares tendrá que admitir que su oferta gastronómica era francamente... poco atractiva. Pero ese café tenía el inmenso valor de poder ser mencionado sin dar la dirección, algo que les pasa a pocos y que explica por qué El Molino sigue siendo extrañado a 17 años de su cierre. Que alguien dedicado al comercio no entienda esto es francamente inexplicable.
Con lo que la noticia de que la Richmond sería reabierta como el local de ropa deportiva multimarca que se anunció hace tres años, pero con un café al fondo y sus revestimientos de madera conservados, es una muestra de despiste. Al parecer, el único valor que los nuevos dueños le encuentran al local de una de las más famosas confiterías de la ciudad es su ubicación en la calle Florida y no su ubicación en el mapa mental de los porteños. La ex diputada porteña María José Lubertino protestó el anuncio, señalando que sigue vigente el amparo del juez Fernando Lima, que obliga a que cualquier cambio de uso sea filtrado por Cultura y “fundado” (en el sentido de fundamentar) ante la Justicia.
Con lo que lo de tener un local de ropa y zapatillas con boisserie y arañas de bronce más un barcito al fondo parece ser un intento de zafar del amparo, darle pie al cambio de rubro y destruir el capital simbólico de la Richmond. Una tontería conceptual, comercial y legal.
Como hay macristas que creen que las protestas por sus negocios son mera inquina política, vale la pena subrayar una movilización que está creciendo en Santa Fe para salvar un parque del desmonte. Resulta que el gobierno local autorizó la construcción de cocheras subterráneas en el Parque Alberdi, una obra que se realiza igual que en Las Heras y Pueyrredón, talando árboles para abaratar costos. Hace quince días se hizo una protesta en el lugar, que reunió a casi mil personas. El sábado pasado ya eran dos mil, más murgas, candombes, teatro, chicos y juegos. Fue un momento alegre en apoyo a ambientalistas que asumieron una tarea más triste y peligrosa, la de impedir físicamente que las cuadrillas municipales arrancaran los árboles abrazándolos. Los ambientalistas están acampando en el parque para cuidarlo y frenar las obras.
A todo esto, surgió el tema de que la municipalidad local autorizó la obra sin anuncios previos, sin audiencias públicas y sin registro de protestas, mecanismos democráticos que al parecer no existen en Santa Fe. Como la ONG Centro de Protección a la Naturaleza presentó un amparo para frenar el proyecto y ya existen denuncias por amenazas contra los militantes de parte de empleados municipales, la fundamentación legal de las obras toma mucha relevancia.
El macrismo presentó en un diario amigo un poco verosímil plan para crear plazas y parques por doquier, midiendo como espacios verdes calles con árboles extra y azoteas parquizadas. El anuncio resultó poco creíble para los que conocen la pasión cementadora del actual gobierno porteño, que incluye hasta levantar los empedrados para remontarlos sobre losas de hormigón perfectamente impermeables. Luego, como para confirmar a los incrédulos, envió a la Legislatura un proyecto para morderle un par de hectáreas a la reserva ecológica y darla en concesión a una empresa recolectora de residuos para guardar camiones. Esta idea equivale a anunciar el asfaltado de esas dos hectáreas, porque donde hay camiones no puede haber barro.
Toda la cuestión ecológica porteña es altamente sospechable porque el macrismo es un fenómeno de superficies, para la foto y para la campaña del jefe a la presidencia. El equilibrio de una ciudad como Buenos Aires es una tarea compleja si las hay, ya que la Ciudad Autónoma es un fragmento central de una megaciudad mucho más grande. La construcción política y física que implica limpiar, mantener, evitar inundaciones, recortar efluyentes y hacer habitables estas jurisdicciones implica dos cosas que el PRO detesta cordialmente: decirles que no a ciertos negocios y ponerse serio a largo plazo. De hecho, sería cómico señalar que algunos de los vehículos más ruidosos y humeantes, más poluyentes, que se pueden ver en nuestras calles son los camiones de basura con el slogan Buenos Aires Verde. Ni ese detalle cuidan.
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