Sáb 13.09.2014
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› Por Jorge Tartarini

No firmaban sus obras. Por lo menos formalmente, como lo hacían los arquitectos, ingenieros y constructores con las leyendas sobre los frentes. Gracias a estas inscripciones, más de un relevamiento e inventario del patrimonio contó con información de primera mano sobre autorías de profesionales y empresas constructoras. Se trataba de una costumbre acorde con la arquitectura de fachada que inundaba la ciudad y que, además, podía atraer nuevos clientes al estudio del profesional. En bajorrelieve o superpuestos allí estaban los nombres de los responsables del proyecto y ejecución de cada obra. A los gremios que trabajaban para ellos, naturalmente, no les esperaba igual suerte. Aunque albañiles, yeseros, zingueros y demás artesanos podían publicitar su quehacer en las páginas de diarios, guías comerciales y revistas como El Arquitecto Constructor, Nuestra Arquitectura, la Revista de Arquitectura, o bien en anuarios y ediciones conmemorativas de ellas. Hoy, este material publicitario constituye una jugosa fuente de estudio para quienes deseen adentrarse en la evolución de las técnicas, materiales, instalaciones y gremios en general.

Otra forma de dejar testimonio del paso por la obra eran las anotaciones personales. Como las podemos ver en grandes edificaciones como el Palacio del Congreso de la Nación y el Palacio de las Aguas Corrientes de la avenida Córdoba. Quienes las hacían no eran firmas comerciales ni alarifes constituidos, sino simples operarios que optaban por lugares de escasa visibilidad, ocultos a la vista de todos. A veces las hacían quienes participaban en la construcción original, pero también las hay de los que hicieron reformas o reparaciones posteriores. Hechas con un simple clavo sobre material fresco, o bien más elaboradas, traducían orgullo y un deseo natural de confirmación y permanencia en el tiempo. Ocultas y todo, en esto no se alejan de las “formales” sobre los frentes. Pero existen casos en los que ni en fachadas ni en rincones ocultos existe rastro alguno. Tal el caso de la arquitectura popular. Una arquitectura sin arquitectos. Buen ejemplo de ella son los cientos de miles de casas chorizo, sean éstas de mampostería, adobe, piedra, chapa o madera. Desde luego, igual contundencia adquiere el tema en otros tipos, como las modestas casas cajón, y hasta en chalecitos pintoresquistas, sean éstos californianos o con revestimientos pétreos de aires marplatenses. En estos últimos, es más común ver la condición que asume para el dueño su hogar, “Mi Refugio”, que cualquier posible rastro de autor. Sobre la casa criolla y los conventillos, autores como Roberto de Gregorio, Diego Lecuona, Carlos Moreno y Jorge Ramos, entre otros, han realizado aportes sustanciales. Mientras que sobre estas expresiones nuestra bibliografía arquitectónica ha crecido, no puede decirse lo mismo de los reconocimientos ten- dientes a su debida protección patrimonial. Casos críticos abundan en Buenos Aires y La Plata, por citar dos ciudades que tuvieron varias décadas un stock de arquitectura popular nada desdeñable. Una cuestión que exigiría medidas superadoras de tanta protección ambiental inocua e ineficiente, con la que se desayunan a diario los especuladores de siempre. Pero volviendo a los autores, albañiles o maestros en el arte de edificar, no extraña que la gente común les confiara la construcción de su vivienda. El boca en boca, la recomendación, o bien la emulación de lo hecho por un vecino, eran moneda corriente a la hora de elegirlos y, primeramente, pedirles un presupuesto. Sin querer, meses atrás tuve en mis manos el que presentó un constructor –de puño y letra– a mi abuelo: tres hojas rayadas, amarillentas, de tamaño oficio, con letra cursiva, detallando la cantidad de habitaciones, las columnas de hierro para la galería, las chapas y tirantes de pinotea, fogón de cocina, baño al fondo, instalaciones de agua y cloacas –con pozo negro–, electricidad, carpinterías de madera y persianas de “fierro”, y un ítem que exigía un trabajo especializado: la fachada, a cargo del “frentista”. Como dirían las caricaturas de Looney Tunes: ¡That’s all Folks! En esas carillas se resumía la futura casa chorizo don- de pasarían sus días los abuelos y buena parte de su familia. Aquel constructor no dejó su nombre en el frente, así como en ninguna de las casas que levantó en el barrio. Sin embargo, todos lo conocían. Y creo que para él eso ya era suficiente. Tal vez, en algún punto la tarea de estos anónimos constructores se parezca a la de los artistas que mucho tiempo atrás optaban por no firmar sus obras: pensaban que ellas mismas debían hablar por sus autores.

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